Finalmente el gobierno de Donald Trump acaba de concretar al cierre de febrero un titulado acuerdo de paz con los talibanes afganos, de manera que puede decir a los electores norteamericanos que presuntamente se ha puesto fin a un conflicto armado que se prolongó por más de dieciocho años.
El protocolo de marras establece la retirada inmediata de unos 5 000 soldados estadounidenses de los más de 13 000 que operan hoy en territorio afgano, y la vuelta de los restantes “en la medida en que los talibanes vayan asumiendo sus compromisos”.
Según la promesa suscrita, ese grupo armado debería abstenerse de alianzas con entidades terroristas islámicas y evitar que el país se reconvierta en refugio de tales elementos, entre otras demandas.
No obstante, si para Donald Trump el acuerdo de paz con los talibanes pretende un impacto favorable en sus intenciones reeleccionistas, en lo concreto no ofrece mucho para las urgencias del pueblo afgano o las aspiraciones de muchos estadounidenses, entre otras cosas, porque las condiciones internas derivadas de la larga injerencia militar en Afganistán no favorecen en nada que cosas buenas sucedan de inmediato y que se establezca una plausible estabilidad local.
De hecho, los talibanes son una fuerza con diferentes tendencias, y no todas suscribieron el acuerdo con Washington, por lo que existen quienes no se sienten obligados a cumplirlo. Mientras, el gobierno nacional electo tiempo atrás enfrenta el cuestionamiento de su legitimidad entre los opositores, lo que incide en el papel que puede jugar que el plan de paz se ejecute al píe de la letra.
En otras palabras, que solo es la rutina mediática de Trump la que por el momento manosea un globo inflado de presunto optimismo, en el oportunista interés de mostrar que es, justamente él, el único presidente gringo que se empeña en el cierre de los conflictos externos hoy vigentes.
Desde luego, la monserga de estos días pretende además enterrar la verdadera historia en torno a la larga injerencia Made in USA en Afganistán y sus pecados en materia de alianza con el terrorismo islámico, el surgimiento de Al Qaeda y su jefe Osama Bin Laden, y la glorificación de los talibanes como deseables apaciguadores del prolongado y sangriento caos local que Washington propició por años.
Porque vale recordar (con permiso de los trituradores y sepultureros de la verdad) que los talibanes afganos no surgieron de la nada.
En realidad fue el grupo extremista escogido e inflado por la Casa Blanca para intentar unificar, aún por la violencia, a los diferentes señores de la guerra que, también con apoyo Made in USA, buscaban cada uno por su lado el fin del gobierno progresista de Kabul y del apoyo militar soviético en la década de los ochenta del pasado siglo.
No obstante, el segmento talibán tampoco logró establecerse como elemento prevaleciente en el país tras la salida soviética y el derrocamiento de la administración nacional, y fue la intención gringa de obligarlo a consultas con las otras fuerzas terroristas beligerantes lo que les convirtió en pretendido enemigo mortal de la Casa Blanca.
Algo así como el cambio, de amante pareja, a diabólico infiel merecedor de los atentados del 11 de septiembre de 2001 que (¡vaya casualidad!) dieron a la ultraderecha gringa justificación abierta para su acariciada “cruzada antiterrorista global”, iniciada justo contra Afganistán y extendida hasta nuestros días por toda la geografía centro asiática y mesoriental .
El cuento, por demás, ni siquiera se renueva en materia de personajes. Así, el hoy flamante “representante especial de Estados Unidos” para la paz con los talibanes, Zalmay Khalilzad, es el mismo que decenios atrás apañó a ese grupo extremista como el gran aliado de Washington para lograr un poder centralizado en suelo afgano, de manera que la compañía petrolera gringa para la que entonces trabajaba, la Unocal, pudiese construir sus planeados oleoductos a lo largo y ancho de Afganistán sin temor a la inestabilidad armada.
Era uno de los añadidos a la concreción de los designios de otro siniestro “cerebro” de la diplomacia gringa de fuerza, el ex asesor de seguridad nacional Zbigniew Brzezinski, impulsor de las actividades desestabilizadoras anti afganas que desembocaron en la irrupción en aquel país de las tropas soviéticas en socorro del gobierno local. El mismo “experto” que en 1988 confesaría sin reparos que el trato y el maridaje con los extremistas islámicos armados eran siempre preferibles a la existencia de la URSS.
Ahora, bajo las urgencias electoralistas de Trump, otra vez se rehacen las “amistades desechas”, mutan los rostros arteros y desconfiados, y los talibanes ya no son tan malos, crueles y fanáticos, porque de todas formas, y por si no cumpliesen, todavía USA tendrá entre ellos a no menos de ocho mil tropas y cientos de bases y puestos bélicos a pesar del rótulo impreso o digital que habla de “la vuelta a casa de los muchachos” que han hecho de Afganistán el caos personificado y recurrente.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.