Es un asunto de tozudez, capricho y poco sentido de la realidad. De ahí que Washington, más allá de quién se siente en el Despacho Oval, seguirá como representante de las históricas y desbordadas corrientes supremacistas a escala global que matizan hasta hoy el devenir de la mayor potencia capitalista.
Y es literalmente así… “la mayor potencia capitalista”, porque pésele a quien le pese, de aquello de trono mundial va quedando menos cada día a cuenta —entre otros detalles— de que novedosas experiencias socioeconómicas y políticas ya purgan y seguirán barriendo los viejos cetros.
No obstante, no poco hay que batir aún de las longevas apetencias imperiales con rótulo Made in USA, sobre todo en espacios especialmente estratégicos para los cabecillas de los círculos gringos de poder.
Así, no ha habido una agresión en los últimos decenios en el área mesoriental y en Asia Central donde no cuenten los muchos particulares intereses de esos decisivos clanes norteamericanos.
En la invasión a Afganistán, por ejemplo, pesaron su frontera común con Rusia y los planes del monopolio petrolero UNOCAL de atravesar el país con sus oleoductos. En Libia se trataba de eliminar al incómodo Muamar el Gadafi, terminar con un ejemplo económico y social interno de orden independiente, y evitar que Trípoli concretase la creación de una moneda única panafricana como alternativa ante el dólar y el euro.
Mientras, de un presidente gringo a otro, los discursos siguen acomodándose al gusto de los consumidores (paz, retiro de tropas, u ocupación de campos petroleros de a porque sí, bombardeos a hostiles, “defensa” de civiles apachurrados por los “enemigos”, y, por supuesto freno al “expansionismo” del nuevo Eje del Mal donde invariablemente militan Rusia, China, Irán y todo el que rechace la presencia militar extranjera en casa ajena).
Y por ese camino, Tump, que alardeó de un plan de paz con los Talibanes afganos, nunca sacó a sus militares de aquel territorio, ni Biden, con su “revisión de órdenes anteriores”, parece inclinado a hacerlo en lo más mínimo.
En Iraq, donde arrecian los ataques a puestos castrenses gringos y hace días incluso fue derribado a cohetazos un dron espía norteamericano, ni Trump ni Biden tampoco movieron ni mueven un dedo para abandonar un país que sus antecesores devastaron buscando pretendidas “armas de destrucción masiva” nunca halladas.
Mientras, en Siria, derruida por una guerra externa a cuenta de poner fin a un país de reconocida verticalidad progresista en Oriente Medio, siguen Washington y sus aliados locales en posesión ilegal de campos petroleros nacionales de donde roban crudo a manos llenas.
En ese sentido, y según Basam Tomeh, ministro sirio del Petróleo, “buena parte de las reservas de oro negro del país árabe se encuentran en las áreas bajo el control de las fuerzas de ocupación estadounidenses”.
Añadió el titular “que las pérdidas totales del sector petrolero, directas e indirectas, ya superan los 92 mil millones de dólares”, de manera que los Estados Unidos con su robo masivo de crudo “impide que Siria se beneficie de su propia riqueza”.
En consecuencia Damasco, con el apoyo de sus aliados, ha reiterado que no cesará sus acciones armadas contra todos los efectivos extranjeros dislocados ilegalmente en territorio nacional, esencialmente en las provincias de Al-Hasaka, en el noreste, y las norteñas Al-Raqa y Deir Ezzor.
Y justo en esta última se reportó días atrás un ataque con misiles a la base de las tropas norteamericanas dislocadas en el campo gasífero de Koniko, con un saldo de varios soldados heridos. Se trata precisamente de la más grande instalación militar con que cuentan los invasores estadounidenses en Siria.
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