El gobierno del presidente colombiano Iván Duque, ahijado político del creador del paramilitarismo, Álvaro Uribe Vélez, muestra hasta hoy absoluta indiferencia ante el exterminio masivo de personas ocurrido en cinco masacres de niños y adolescentes la pasada semana.
Medios políticos coinciden en que detrás de las matanzas masivas puede estar la mano del expresidente y exsenador Uribe. En los departamentos de Cauca y Aragua lloran la pérdida de los menores y jovencitos, a quienes las autoridades tratan de criminalizar por supuestos vínculos con elementos delictivos cuando, según testigos, fueron escogidos al azar por grupos criminales.
Este sábado, seis jóvenes murieron en la Guayacana, zona rural del municipio de Tumaco, departamento de Nariño, mientras otros dos están desaparecidos.
El gobernador de Nariño, Jhon Rojas Cabrera, afirmó que investigará los homicidios ocurridos cuando las autoridades preparaban un consejo de seguridad, al que debía asistir Duque, para, dijo, investigar los hechos.
Un día antes, en El Caracol, zona rural del municipio de Arauca, hombres armados mataron a otras cinco personas y pocas horas después hubo un nuevo ataque mortal contra seis jóvenes en El Tambo, en Cauca.
La masacre del sábado en Nariño es la tercera en menos de 24 horas en Colombia y la quinta en la última semana.
Un día antes, miles de jóvenes protestaron en las calles de las principales ciudades colombianas para exigir al gobierno nacional el cese de la violencia y el cumplimiento del Acuerdo de Paz, firmado en 2016.
Luego de las matanzas, Naciones Unidas, Cuba y Noruega, garantes del proceso de paz bajo la presidencia de Juan Manuel Santos, llamaron a la administración colombiana a tomar medidas reforzadas que contribuyan a detener los asesinatos de excombatientes y líderes sociales.
Ante los acontecimientos, el senador de Polo Democrático, Iván Cepeda, informó que desde enero a la fecha suman 35 masacres en distintos puntos del país. “Deje de buscar justificaciones y aplique el Acuerdo de Paz”, señaló Cepeda en un mensaje dirigido al mandatario colombiano.
También la activista y defensora de los derechos humanos, la exsenadora Piedad Córdova, se pronunció contra el sabotaje oficial al tratado pacificador en momentos de gran tensión por los recientes asesinatos de jóvenes y menores de edad.
La actuación de esos criminales recuerdan los años en que bajo la dirección de Uribe existía un plan de exterminio de las fuerzas guerrilleras —la principal de ellas convertida en el partido político Fuerza Revolucionaria del Común (FARC) — y fomentar el terror social.
Ahora, y por las características de los matadores, el exsenador pudiera estar detrás de las masacres para demostrar que su movimiento paramilitar aún existe, con renovadas fuerzas, radicalizando la continuidad del conflicto social.
Estos sangrientos hechos ocurren precisamente cuando el exmandatario (2002-2010) está en prisión domiciliaria por delitos políticos (compra de testigos), lo que le incita a destruir también el actual sistema de justicia.
Uribe, famoso por su ultraderechismo y su odio al socialismo, renunció poco después de ser condenado a su escaño en el Senado, lo cual se considera una táctica para que su caso pase a los tribunales ordinarios y no sea juzgado por la Corte Nacional de Justicia, donde, al decir de analistas, se siente vulnerable.
La reacción a su arresto y deposición senatorial no causó el revuelo público que quizás esperaba esta figura considerada el político colombiano más influyente de los últimos 20 años. La población colombiana, diezmada por la COVID-19, tiene ahora otros motivos de preocupación más importante.
Pero Uribe, fomentador de los grupos de protección a hacendados, convertidos después en los macabros paramilitares cuando era gobernador de Antioquia (1995-1997), conserva su poder en importantes círculos de la nación suramericana, que le agradecen su boicoteo al Acuerdo de Paz. Si no hay guerra mermaría la ayuda financiera de Estados Unidos al país con el quiebre del negocio de la cocaína —que sería sustituida por alimentos—, compra de armas y otros equipos bélicos.
Luego de la salida del presidente Juan Manuel Santos, quien suscribió el tratado pacificador, volvió el uribismo al poder en la figura de Duque, que no solo burló los importantes puntos recogidos en el documento suscrito en La Habana y ratificado en Cartagena de Indias, sino que permite el continuo exterminio de los miembros de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP).
La desaparecida organización militar cumplió con cada uno de los puntos que le comprometían en el pacto. Las guerrillas, quizás ingenuas, desaparecieron como un cuerpo armado irregular. Sus campamentos en la Colombia profunda fueron ocupados por los paramilitares para montar sus bases de operaciones. Desde 2016 han sido exterminados más de 300 antiguos miembros de las FARC-EP ante la indiferencia de Duque, un archienemigo de la izquierda colombiana y de otros países, en especial Venezuela.
El acuerdo de paz, a pesar de los esfuerzos de las naciones garantes, nunca fue puesto en práctica, por la pasividad primero de Santos y el sabotaje después de Duque bajo órdenes de Uribe. Es muy posible que, siguiendo orientaciones de su padrino y protector, ahora el llamado Duquecito permita el terrorismo contra la juventud para darle impulso extra a sus planes con EE.UU., supuestamente dirigidos a acabar con la droga y el narcotráfico.
Es muy probable que el gobierno derechista culpe de las masacres al grupo de las FARC-EP que decidió retomar las armas ante la postura presidencial y el exterminio de sus exmiembros por paramilitares.
Colombia y EE.UU. están hermanados por el multimillonario negocio de las drogas. Uno es la principal cosechadora y distribuidora de coca, y el otro, el principal consumidor a nivel mundial.
Ambos persiguen —y ese es el meollo— la destrucción del proceso socialista de Venezuela para que la Casa Blanca disponga de los grandes recursos naturales de ese país, mientras Colombia se afianza como líder de la contrarrevolución en América Latina. Multimillonarias sumas de dinero de los contribuyentes norteamericanos respaldan los planes injerencistas de Donald Trump y su aliado suramericano, encubiertos por la supuesta lucha contra la droga y los narcos.
Primero hubo un conocido Plan I que trajo a Colombia miles de soldados estadounidenses —en realidad para ocupar sus siete bases militares en el país— y ahora otro despliegue de equipos y armas con el supuesto mismo objetivo cuando se trata de una maniobra para atacar la vecina Venezuela y derrocar al presidente Nicolás Maduro y la Revolución Bolivariana.
Es muy posible que el dúo Uribe-Duque, temiendo un hipotético triunfo de la izquierda en 2022, hayan ordenado las nuevas masacres para solicitar la colaboración de los marines en un asunto interno y aprovechar el momento para atacar a su vecina, muy bien preparada para responder el golpe militar.
Aunque en apariencia descansando en su hogar, Uribe reconoce y teme el espacio que está ocupando la izquierda colombiana.
La pasada semana, la Corte Internacional de Derechos Humanos falló a favor del exalcalde de Bogotá y ex candidato presidencial, Gustavo Petro, quien estaba inhabilitado para continuar en la política por dictado de la Procuraduría.
El hecho de que Petro pueda postularse en 2022 es un ladrillo contra la ideología del uribismo, que nunca ha reconocido a sectores políticos de izquierda o progresistas.
Aunque parecen hechos sin vínculos, las masacres contra la juventud colombiana pueden ser parte de un plan mayor de la derecha.
La justicia está dispuesta a juzgar al exmandatario, y quizás no condenarlo gracias a sus influencias todavía en ese sector que intentó reformar, y también está consciente de que el mal gobierno de Duque, —considerado el subpresidente— muy criticado por la opinión pública por su mal manejo de la pandemia, no repetirá victoria dentro de dos años.
No obstante, Uribe, cuyo partido Cambio Democrático perdió las elecciones regionales en octubre del 2019, insiste en sobrevivir bajo el paraguas de la guerra interna, los asesinatos y el tradicional sometimiento a EE.UU.
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