Los amoríos entre la Casa Blanca y el sionismo entronizado en Tel Aviv conforman una larga, profunda y honda historia. Tanto, que Washington ha vetado todas y cada una de las resoluciones de la ONU destinadas a frenar los muchos dislates y las barbaridades cometidas por su socio mesoriental, el cual ostenta además el privilegio de ser, desde siempre, el mayor beneficiario de la ayuda militar exterior norteamericana.
Mientras, el Estado sionista ha poseído y posee el mayor grupo de influencia dentro del aparato gubernamental gringo e, incluso, se precia de “dictar la política oficial estadounidense con relación al Oriente Medio”.
Con la administración del demócrata Joe Biden, y a pesar de iniciales resquemores del otro lado del océano, nada parece destinado a alterarse en tan larga vida en pareja. Dentro de la “renovada” Casa Blanca y en otros órganos fundamentales de gobierno, ahora mismo, decenas de altos, intermedios, y menos prominentes cargos están ocupados por adeptos y amigos carnales del sionismo, lo que asegura las alegrías de Tel Aviv y le confirma que no habrá “males mayores” con “papá” en el futuro.
Y si Donald Trump llegó al extremo con la entrega de la dirección de la política hacia Oriente Medio a su yerno de origen hebreo Jared Kushner, uno de los autores principales del titulado Plan del Siglo para intentar enterrar definitivamente a la resistencia palestina, ahora Biden (quien años atrás se definió como un sionista no judío) confirma la ruta de tan “santa alianza” al oponerse a que el Tribunal Penal Internacional de La Haya asuma la tarea de juzgar a Tel Aviv por sus crímenes consuetudinarios contra la población árabe.
En efecto, días atrás la fiscalía de ese órgano global de justicia asumió tener competencia para considerar las numerosas denuncias sobre los desmanes del ente sionista contra la población palestina, que incluyen guerras, masacres, desplazamientos forzosos, anexión de territorios ajenos, torturas y represión desmedida.
La noticia fue considerada como una victoria palestina en el empeño por preservar sus espacios ancestrales frente a la depredación de Tel Aviv, sin embargo, de inmediato el recién estrenado secretario norteamericano de Estado, Antony Blinken, aseveró que Washington se opone firmemente a la indagación y continuará manteniendo su total “compromiso con Israel y su seguridad”, lo que implica negar los crímenes de guerra sionistas y las penurias y el despojo que enfrenta la población palestina desde hace más de siete decenios.
Todos los grupos palestinos que enfrentan al ocupante israelí coincidieron en apoyar la decisión de la fiscalía del Tribunal Penal Internacional y le instaron a no ceder ante las presiones norteamericanas y de otras fuerzas reaccionarias empeñadas en proteger a Israel como agente avanzado de los planes hegemonistas gringos con relación a Oriente Medio.
En los propios Estados Unidos, la congresista por el Estado de Michigan, Rashida Tlaib, se apresuró a rechazar la injerencia oficial norteamericana en este asunto legal. Para la parlamentaria: “…la Corte Penal Internacional tiene la autoridad y el deber de investigar de manera independiente e imparcial, y hacer justicia a las víctimas de violaciones de derechos humanos y crímenes de guerra en Palestina e Israel. Estados Unidos no debe interferir con su capacidad para hacerlo”, concluyó.
Solo que, evidentemente, y para parafrasear la conclusión de un colega foráneo, está claro que en materia de política mesoriental la actual administración norteamericana obedecerá, sin mayores dudas, “al sionismo enquistado en el gabinete”.
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