En algo así como un remedo de la fortificada Zona Verde creada por los invasores estadounidenses en Bagdad, la capital iraquí, ha quedado convertido por estos días el centro administrativo de Washington, sede este 20 de enero del fin de la administración Trump y del inicio del gobierno demócrata encabezado por Joe Biden.
Decenas de miles de efectivos militares y policiales se apelotonan entre parapetos para evitar todo posible tránsito de vehículos y paseantes, elevadas cercas metálicas destinadas a frenar manifestantes, y vitrinas comerciales forradas contra objetos contundentes, a la vez que se entregan a un intenso y continuo patrullaje que rememora las escenas de una ciudad bajo asedio.
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Lo llamativo es que no se trata precisamente de un despliegue a partir de los riesgos de ataque de los clásicos “terroristas” externos que suelen aparecer en las unilaterales listas confeccionadas por la Casa Blanca… y es que el peligro está adentro, entre las comunidades de supremacistas, xenófobos, neonazis y racistas, todos violentos y engreídos, estimulados por los irresponsables coqueteos del saliente mandatario Donald Trump, quien todavía se pavonea de irse, pero sin reconocer ni felicitar a su contrincante por su victoria en las urnas.
El magnate dejará la Casa Blanca, pero lejos está el trumpismo de abandonar los Estados Unidos. Durante cuatro años y mucho antes, Trump ha alentado las posiciones más reaccionarias de extrema derecha, el odio, la violencia y la discriminación, e incluso cuestionó sin evidencias los resultados de la elecciones, lo que resultó en la catástrofe del 6 de enero cuando sus seguidores irrumpieron en el Capitolio.
De manera que Joe Biden jurará dentro de una virtual jaula gigante y una ciudad artillada, un espectáculo que, junto al controvertido ejercicio comicial de noviembre y al inédito asalto ultraderechista antes mencionado, dejan muchas más dudas en torno a las sacrosantas vocación y tradición democráticas Made in USA que se venden, se exportan, y muchas veces se imponen a viva fuerza en otras latitudes como modelos políticos supremos.
De todas maneras, lo cierto es que la ceremonia tendrá lugar en un clima de tensiones y en un escenario de elevada división nacional que encontró en la administración precedente un acicate para asumir álgidas expresiones de extremismo e irrespeto a la ley.
Mientras, los medios de prensa se hacen eco de numerosas informaciones acerca de las esperadas primeras horas de gobierno del binomio Biden-Kamala Harris.
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En ese sentido se dijo que entre las prioridades del nuevo mandatario estarían la aprobación de numerosas órdenes ejecutivas destinadas a derogar la lluvia de disposiciones ejecutada por Trump en las últimas semanas con el objetivo de dejar a su sucesor un enredado camino en numerosos temas locales y foráneos.
Por su parte, la vicepresidenta deberá asumir la cabecera de la labor del legislativo, donde además fungiría como elemento de desempate a favor de los parlamentarios demócratas, toda vez que su número es similar al de la bancada republicana.
De todas formas, la primera gran prueba de la administración que viene será lograr una toma de posesión fluida y sin contratiempos en medio del inusual cerco militar y policial que ha debido desplegarse, y luego empezar a trabajar con criterios novedosos y una válida energía ante las profundas huellas que dejan los reiterados dislates del mandatario saliente.
En lo mediato, lo demás dependerá de si la filosofía gubernamental norteamericana deja atrás el presupuesto de insistir en los Estados Unidos como presunto “pivote global”, o asume el papel de una nación que puede convivir civilizadamente y en un clima de respeto y decente colaboración con los restantes pueblos del mundo.
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