El anuncio de marras fue hecho días atrás por jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, el general Mark Milley, quien precisó que a partir de mediados del cercano enero, y antes de la salida de Donald Trump de la Casa Blanca, su país reducirá a unos dos mil 500 sus efectivos en suelo afgano, la mitad de la cifra que actualmente está radicada en esa nación centroasiática.
No obstante, el cambio no altera el control indefinido sobre dos bases militares claves de los ocupantes gringos que no cerrarán sus puertas, la Kandahar Air Field en el sur del país, y la Bagram Air Field en el este, justo al norte de Kabul, la capital afgana. Además, se conservarán también “puestos satélites” en número no especificado en otros puntos de la geografía local.
En pocas palabras, que la presencia extranjera impuesta a la nación afgana como parte de la sangrienta payasada antiterrorista orquestada por Washington luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, seguirá estando presente más allá de los resultados del renovado diálogo de paz impulsado en estos días por el gobierno de Kabul y los Talibanes. Y es que Afganistán sigue siendo pieza clave en las apetencias hegemonistas gringas por su ubicación inmediata o próxima a las fronteras de Rusia, China e Irán.
Es significativo que, por otro lado, el general Milley haya hecho alusión a que su país solo ha logrado “victorias pírricas” en estos diecinueve años de invasión, algo que haría pensar por qué entonces no abandonar por completo un espacio donde el fracaso bélico de los agresores es tan notorio.
Sin embargo, para no pocos observadores está claro que en la mente de los halcones no es permisible zafar todas las amarras, mucho menos cuando en el norte de Afganistán se refugian hoy más de cinco mil terroristas del Estado Islámico llevados hasta allí con inciertos propósitos por “misteriosas naves aéreas” desde Iráq y Siria, a pesar del “control” norteamericano y de sus socios de la OTAN sobre los cielos de esa región.
Las mismas fuentes recordaron que esos grupos extremistas han sido más de una vez instrumentos de las acciones agresivas de Washington en Asia Central y Oriente Medio, y que muy bien las tropas gringas quedadas en Afganistán podrían asesorar, entrenar y trabajar “coordinadamente” con tales sujetos en cualquier otra nueva aventura expansionistas en un área geográfica que se considera vital para los propósitos hegemonistas. En otras palabras, contar con un reservorio seguro de matones y mercenarios.
Por demás, y aún cuando es loable que el gobierno de Kabul y los talibanes haya decidido profundizar en sus negociaciones de paz, lo cierto es que la continuidad de la presencia militar norteamericana seguirá siendo una cuña en el logro de una estabilidad total en un país todavía dividido y fragmentado.
De hecho, a partir de las conclusiones de la Inspección General Especial para la Reconstrucción de Afganistán de las Fuerzas Armadas norteamericanas, el gobierno local sólo controla poco más de la mitad del territorio nacional, mientras que el resto está bajo el mando de los talibanes y de agrupaciones tribales o fundamentalistas como el Estado Islámico.
Por su parte otro informe, pero publicado por las Naciones Unidas, daba cuenta de otras cifras no tan “estratégicas” ni interesantes para los mandos militares estadounidenses: más de cien mil civiles muertos en el último decenio en la guerra impuesta a Afganistán.
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