Se llama Hart Island y es sólo un trozo de tierra flotando en el mar, frente a la costa del neoyorquino distrito Bronx. Pero, en su pequeñez, carga con una tétrica historia.
Durante 150 años ha sido la última morada para un millón de neoyorquinos, quienes resultaron derrotados por una sociedad inmisericorde. El homeless, quien, carente de techo, dormía en estaciones del metro, parques o funerarias. O aquél, insolvente, cuya familia no podía costearle los servicios fúnebres.
Una vez a la semana, allí recibían sepultura los excluidos, los ninguneados, los preteridos, la “barredura social”, de los cuales se deshacía la urbe neoyorquina, la Big Apple.
No obstante, la islita tenía a su favor cierta única virtud: era un lugar apacible.
Pero ya no lo es.
Hoy aquello es un pandemónium de estruendosos equipos pesados, excavadoras que abren enormes trincheras donde, como fardos, caen cajas mortuorias, con los fallecidos por el virus.
Son presos quienes actúan como enterradores, constantemente expuestos al contagio. (De seguro las autoridades se dirán: “¿Qué importa? Total, ¡la mayoría de ellos son negros o latinos!”).
Y, cotidianamente, nos enteramos de escalofriantes cifras de muertos en el más rico país del planeta.
¿Por qué? La razón es evidente. Porque allí la salud y la vida de la gente es, también, un business.
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