Vale recordarlo. Mientras el único país que ha utilizado las armas atómicas contra el género humano persista en la retorcida tesis de que sus intereses propios son ley universal de estricto cumplimiento por los demás, será muy complicado lograr la aspiración universal de ver libre el planeta del riesgo de destrucción nuclear.
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Desde luego, eso no puede indicar de manera alguna que la batalla por ese empeño, capaz de garantizar un presente y un futuro más seguro a nuestra especie y a su degradado hábitat, sea desestimada a cuenta de la abulia, el desencanto o el abandono irresponsable. De ahí que este octubre, luego de tres años de haber sido aprobado por 122 naciones, la ONU pudo finalmente proclamar que en enero cercano podría entrar en vigor el Tratado para la Prohibición de Armas Nucleares, sometido desde entonces a la consideración de las autoridades de cada Estado del planeta.
Sucede que por estos días, con la incorporación plena de Honduras al protocolo, sumaron cincuenta los gobiernos que se comprometen con el pacto, lo que lo habilita para pasar al rango de documento oficial de la Organización de Naciones Unidas, con la añeja e incomprensible salvedad de que, aun expresando la voluntad de buena parte del mundo, no sería de cumplimiento obligatorio para todos los miembros del máximo organismo internacional. Una vieja aberración que establece el contradictorio hecho de que no es la Asamblea General de la ONU, su órgano más representativo y participativo, el que necesariamente traza las pautas claves en la arena global.
No obstante, los promotores de este suceso que ocurre precisamente a setenta y cinco años de los ataques atómicos estadounidenses contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, no dejan de valorarlo como extremadamente importante, y como un primer paso que sin dudas aporta mucho en el interés de librar a la humanidad de un irreversible holocausto.
Resaltan además la coincidencia de que la ONU adopte oficialmente el acuerdo cuando estamos a apenas cuatro meses del posible rompimiento del protocolo START, destinado al control de los arsenales nucleares de los Estados Unidos y Rusia, y que desde los tiempos de la existencia de la Unión Soviética ha equilibrado el número de misiles y ojivas de cada parte a tono con sus necesidades disuasivas mínimas.
Un riesgo cierto que se desprende de las reticencias de la administración de Donald Trump, empeñado en imponer sus propios vínculos con el resto del planeta a partir de un desmesurado poderío bélico, y para la cual la paridad estratégica es un serio obstáculo en ese sentido.
Es más, la Oficina Oval ha llegado incluso a plantear, como una de sus “condiciones” para febrero, la modificación del carácter bilateral del tratado con la obligatoria incorporación de China a un renovado START, para matar dos pájaros de un tiro y colocar también bajo reglamentación los arsenales atómicos del gigante asiático, un país ajeno totalmente a los orígenes del citado protocolo pero serio oponente al hegemonismo de factura gringa.
Por supuesto, nada que hablar en ese sentido del socio israelí, que es el único país del orbe con cientos de armas atómicas nunca declaradas ante ningún organismo internacional o regulatorio, y que contó y cuenta con el apoyo norteamericano y de otros de sus socios occidentales en semejante empresa.
La realidad en la que deberá actuar entonces el acuerdo de la ONU, que podría entrar en vigor este enero, enfrenta la ausencia entre sus firmantes de las naciones que precisamente poseen armamento nuclear, además de la lógica becerra que establece el hecho de que tal poderío, en buena parte de los casos, responde a un indispensable programa defensivo contra los intentos de chantaje y presión de quienes hacen del átomo un instrumento para imponerse a escala planetaria.
Según afirmaciones de la ONU, “hasta ahora los Estados Unidos, el Reino Unido, Rusia, China y Francia, las cinco potencias nucleares y miembros permanentes del Consejo de Seguridad, no han suscrito el acuerdo”.
El hecho es que, “de acuerdo con la letra del Tratado, los países que lo ratifiquen se comprometen a nunca, bajo ninguna circunstancia, desarrollar, probar, producir, fabricar o adquirir, poseer o almacenar armas nucleares u otros dispositivos nucleares explosivos”.
Pero ciertamente, mientras las amenazas y las violaciones al derecho ajeno sean rutina diaria para un gobierno imperial sobre la base de su poderío bélico, es imposible imaginar que los amenazados opten por colocar a un lado su derecho a la defensa y a una respuesta simétrica al agresor.
Terminar con los arsenales atómicos implica entonces, junto a la lucha mundial concertada, y como un elemento indispensable, el poner fin de una vez al obtuso y peligroso criterio de que las prerrogativas son exclusivas de un grupo de poderosos, y para el resto de la humanidad solo queda la sumisión y la obediencia.
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