Durante los últimos tres meses los ataques entre comunidades en Sudán del Sur causaron muchas víctimas y el deterioro de la seguridad general, así como puso en riesgo la frágil estabilidad nacional heredada de la guerra.
En los pasados años 90 algunos académicos exponían que los enfrentamientos entre comunidades (o grupos étnicos) africanos era “un fenómeno anacrónico en retroceso ante el avance de la modernidad”, según el politólogo Leonardo A. Villalón; no obstante, esos choques persisten y se insertan en la contemporaneidad.
Para identificar las claves de ese tipo de conflicto hay que considerar ante todo su complejidad —que varía según los participantes, espacios geográficos, escenarios socioeconómicos, diferencias culturales y hasta las psicologías de los contrincantes— así como la capacidad de reproducción del problema en diferentes dimensiones.
A criterio de la opinión pública, la escalada de esas pugnas aleja las esperanzas de la convergencia social y la construcción del Estado único al que se aspiró con la firma de la paz en 2005 —que dio vida a la independencia en 2011— y en 2018 al entendimiento entre la oposición armada y el gobierno central.
De hecho, la violencia política disminuyó a raíz de lo pactado sobre el destino del poder entre el presidente, Salva Kiir, y el exjefe rebelde, Riek Machar, ahora primer vicepresidente, y que posibilitó formar un Gobierno de unidad en febrero pasado, lo cual no concuerda con el claro repunte de la violencia intercomunitaria.
Las tensiones escalaron en las zonas del centro del país y causaron miles de muertos durante los últimos meses, según las autoridades del país, donde conviven tribus nilóticas como los dinka, los nuer, los shilluk y los acholi; con otras que no lo son como los azande, los bari, los murle o los fertit, así como tribus y clanes arabizados.
En Sudán del Sur la diversidad toca todos los niveles, por ejemplo entre los dinka es notorio que existan más de 20 clanes con sus correspondientes subclanes, que se relacionan socialmente respetando su espacio, aunque a veces eso no basta para convivir en paz, como lo demuestran los sucesos recientes.
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Tras la guerra (2013-2018) se esperó que llegara un período de reconciliación nacional, que permitiera una amplia reconstrucción, pero ese anhelo parece imposible porque el balón revienta por otras costuras, mientras los exrivales concilian sus intereses respecto al poder, los enfrentamientos entre comunidades aumentaron.
Se temía que la contienda bélica pasara a ser un conflicto racial por las características de la composición étnica de Sudán del Sur, la situación actual —que preocupa a Naciones Unidas y a la Unión Africana— va dramáticamente convirtiendo en realidad aquel amargo presagio.
BOTÓN DE MUESTRA
En junio, fuertes combates intercomunitarios en la ciudad de Pibor y sus alrededores, en el central Estado sursudanés de Jonglei, causaron el desplazamiento de más de 5000 civiles, muchos de ellos mujeres y niños, confirmó la Misión de Asistencia de Naciones Unidas en Sudán del Sur (Unmiss, por sus siglas en inglés).
Unmiss razona que en el centro y norte del territorio sursudanés son frecuentes los choques entre comunidades por el control de fértiles tierras para la agricultura y la cría de ganado, sin excluir un recurso de primera necesidad, la posesión de las fuentes hídricas.
Otro ejemplo en ese mes fueron los enfrentamientos en el Estado de Warrap, donde 45 personas murieron y 18 sufrieron lesiones, cuando hombres fuertemente armados del grupo étnico Atok Buk atacaron varias aldeas de la comunidad Apuk Parek en el condado de Tonj North, precisó una fuente oficial.
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Hay hechos que denotan cómo se procede en esas agresiones violatorias de los derechos humanos y típicos crímenes de lesa humanidad: en 2013 la ONU reveló que las fuerzas opositoras mataron a “cientos de sursudaneses y civiles extranjeros” después de determinar su etnia o nacionalidad en la ciudad petrolera de Bentiu.
En esa oportunidad la Unmiss también denunció el empleo del discurso del odio por la radio “al declarar que ciertos grupos étnicos no deberían estar en Bentiu e incluso incitar a los hombres de una comunidad a cometer violencia sexual como venganza contra las mujeres de otra comunidad”.
Ya en el mes de mayo unas mil personas murieron en un solo día por los enfrentamientos intercomunitarios registrados también en el Estado sursudanés de Jonglei, aseguró la principal autoridad del condado de Uror, muy afectados por los ataques y sus represalias.
Pasaron los años y el conflicto no varió su forma ni su contenido, porque hasta ahora las soluciones aplicadas resultan curas de urgencia, mientras se disparan las cifras de víctimas de los combates entre comunidades, disputas que en muchas ocasiones tienen en su base la pobreza y las dificultades para enfrentarla.
Mientras corre la sangre de los semejantes —porque al fin y al cabo en alguna medida esos seres se relacionan más allá de la rivalidad étnica— la erosión de la seguridad crece y hace que Sudán del Sur, recientemente salido del atolladero político en busca de la paz, sea una promesa incumplida en términos de convivencia.
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