Es una vieja costumbre de la política externa de los Estados Unidos reconocer únicamente como válidos sus intereses y colocar en los altares aquellos comportamientos y actos que apuntan a imponer sus ostentosos dogmas nacionales a un planeta plagado de pretendidos tarados, envidiosos, taimados, inútiles e indolentes urgidos de entrar en cintura de la mano (o bajo las patadas) de los elegidos por la providencia.
Al menos para este autor, la propia historia de la primera potencia capitalista así lo demuestra con creces, y sería recomendable que, en aras de una visión objetiva, hubiese más interés general en hurgar en una materia tan reveladora, en primer lugar entre los mismos que dirigen y habitan aquel territorio norteño.
Ello, además, debería estar acompañado del interés o al menos la curiosidad por intentar dar respuesta a una interrogante clave: ¿qué yo haría si estuviese del otro lado, y en vez de estimarme “triunfador” militase entre los “perdedores”? (para usar dos populares antónimos de la tradicional jerga gringa). En pocas palabras, ponerse en el pellejo ajeno.
Así, de ser un indígena expulsado y masacrado por los colonos blancos ávidos de tierra a costa de la existencia de su tribu y su familia, qué haría un norteamericano de hoy.
Cómo reaccionaría de haber sido arrancado de su tierra natal y su cultura, encadenado y hacinado en un barco pestilente, y traído para vivir y morir esclavo en una plantación como las enseñoreadas por los propios fundadores de la Unión.
Cuál sería su actuación si un día tropas extranjeras rebanaran su país y le convirtiesen de la noche a la mañana, a él y su descendencia, de mexicano en chicano, o lo que es lo mismo, en un eterno ciudadano de segunda hundido en el desarraigo y el desprecio de la sociedad conquistadora.
Qué hacer si las bombas, el napalm y el genocidio, llegados desde miles de millas, hubiesen convertido a los Estados Unidos en el infierno que Washington desató en Vietnam en la segunda mitad del siglo veinte.
Cuál sería la respuesta si los cubanos bloquearan a los Estados Unidos por más de seis décadas y obligaran a su familia, a sus amigos y a sus compatriotas a vivir por cuatro generaciones en medio de severos obstáculos y carencias.
Serían la calma o la resignación la actitud de los estadounidenses si Moscú desplegara tropas y misiles suyos y aliados en la frontera norte de México o la sur de Canadá como hoy hacen USA y sus socios de la OTAN en la divisoria europea de Rusia.
Qué respuesta tendría lugar si China inundara con su flota las costas frente a California (Washington lo ejecuta en los mares aledaños al gigante asiático), incitara manifestaciones separatistas en Nueva York (Washington las paga y organiza en Hong Kong), o vendiera aviones y sistemas de combate a Hawai para que dejase de ser un Estado de la Unión (Washington lo instrumenta ahora mismo con Taiwán).
O qué podría esperarse si Damasco ocupara por la fuerza campos petroleros en Texas y se llevara el crudo en permanentes caravanas de carros cisternas sin abonar un centavo al gobierno federal porque le viene de puras ganas, a la usanza de lo que perpetran los ilegales contingentes militares norteamericanos desplegados por estos tiempos en Siria.
Dos máximas entonces, de las más conocidas, para concluir e intentar ayudar a los interesados en un razonamiento sensato, equilibrado, veraz y decente que ojalá brotara de una vez entre los líderes y no pocos ciudadanos norteamericanos: “el respeto al derecho ajeno es la paz” y “ no hagas a otro lo que no deseas para ti mismo.”
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