Solo después, mirando las fotos, aquel azar se tornó coincidencia feliz para unos, y para otros, vaticinio o revelación. Pero, aquellas palomas de la noche del ocho de enero de 1959 en el antiguo cuartel de Columbia, no tienen, como nada de lo que sucedió allí, olvido posible.
Exactamente sesenta años antes, en aquel sitio entonces a media distancia de La Habana, se levantaban las barracas donde se alojaron desde 1899 soldados norteamericanos, ocupantes del país. Allí estuvieron en prolongada estancia, asegurando el dominio imperial.
Luego, heredaron aquellas construcciones las unidades militares de la República. Fulgencio Batista, entre 1934 y 1944, tomó en sus manos aquel sitio. Las viejas barracas se convertirían, paso a paso, en edificaciones de concreto. “El Hombre” quiso entregarlas a los militares que lo secundaron en sus despóticas y criminales hazañas.
El lugar sería más que nunca el sitio donde radicaba el poder. Quien tuviera a Columbia, tenía a Cuba. El 10 de marzo de 1952, Batista y un grupo de sus más siniestros acólitos entraron en la fortaleza sin disparar un chícharo y desde allí, con la bendición del presidente de Estados Unidos, dominaron el país. Si la residencia del tirano golpista era el Palacio Presidencial, Columbia era el sostén de su poderío.
Por orden de Fidel, el comandante Camilo Cienfuegos toma la fortaleza el 2 de enero de 1959 y seis días después, ante una multitud nunca antes vista en La Habana, se estrena allí la Revolución en la capital. Los participantes se multiplicaron por miles y sumaron millones, teniendo en cuenta la transmisión por radio y televisión.
Cientos de periodistas cubrían el suceso. Las horas de la noche no bastaban y el acto se extendía a la madrugada.
El primero de enero, Fidel decía en su discurso en Santiago de Cuba que esta vez nada había podido impedir que entrara en la heroica ciudad el Ejército Rebelde, recordando cuando en la guerra de independencia los norteamericanos impidieron a Calixto García y a sus mambises el ingreso a aquella urbe que con su valor y esfuerzo habían conquistado.
Ahora, en este acto de La Habana, afirmaba: “Creo que si hicimos un ejército con doce hombres, y esos doce hombres están al frente de los mandos militares, creo que si le enseñamos a nuestro ejército que a un prisionero jamás se le asesinaba, que a un herido jamás se le abandonaba, que a un preso jamás se le golpeaba, somos los hombres que podemos enseñar a todos los institutos armados de la República las mismas cosas que enseñamos a ese ejército”.
“Recuerdo que aquella noche la preocupación fundamental era la unidad de las fuerzas revolucionarias... Recuerdo que se hizo una apelación dramática a la unidad”, rememoraría años más tarde el Comandante en Jefe.
En medio de la noche, tres palomas volaron para posársele en el hombro al jefe de la Revolución, que tenía a su lado al inolvidable Camilo. Cientos de cámaras captaron la escena.
“Aquella increíble escena (era) para los creyentes una bendición de Dios, un milagro... para otros simbolizaba la paz. Pero la mayoría sabía que era un capricho de la naturaleza y presagiaba el destino de la Revolución y de Fidel, construir una sociedad culta, saludable, justa, libre y soberana, digna de aquella merecida demostración de confianza y cariño que le había dado el pueblo”, comentó el fotógrafo Jorge Oller a los periodistas Luis Báez y Pedro de la Hoz, en el libro de ambos Caravana de libertad.
Las palomas fueron sorpresa, allí donde todo era sorpresa; anuncio de que se iniciaba un tiempo nuevo. Columbia no fue más un cuartel. Se convirtió en una gran escuela y los niños, con sus libretas y lápices, sustituyeron a los militares y a sus fusiles.
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