Jesús, el menor de los seis hijos de la familia Betancourt Flores, recuerda que el día en que su hermano Antonio se despidió para no regresar jamás cambió su pulóver y reloj con su hermano mayor, y nunca entenderían por qué.
“Íbamos a inaugurar una carnicería en el reparto. Le dijo a mi hermano que necesitaba que estuviera en la inauguración porque él iría a hacer negocios fuera y se tardaría dos o tres días. Nos enteramos de todo después, cuando salió en el periódico la información acerca del asalto al Moncada y leímos la lista de los que habían sido asesinados”, recuerda.
Antonio Betancourt Flores, nacido el 13 de julio de 1931, conoció el rigor del trabajo desde adolescente: “Éramos casi analfabetos, si acaso teníamos un segundo grado. Desde pequeños trabajábamos en cualquier cosa para poder sobrevivir, a veces los muchachos conseguíamos más trabajo que los mayores porque nos pagaban menos. Antonio comenzó a trabajar en el almacén porque le llevaba el almuerzo a nuestro hermano mayor, que era estibador, y allí se quedó”, relata Jesús Betancourt.
En dicho centro permaneció hasta que lo cerraron, por una huelga, y con el dinero que le dieron como liquidación invirtió en el negocio de la carne: “Era nuestro cabecilla en la carnicería”.
Aunque era un activo militante de la Juventud Ortodoxa, su familia ignoraba el revolucionario que crecía dentro de él: “Nunca nos dijo nada, ni siquiera a mi hermano mayor que era con quien más andaba. Sí sé que no le gustaba votar y que acudía a la logia, donde los ortodoxos artemiseños se reunían”.
Pero no se imaginaba Jesús Betancourt Flores que cuando Antonio se marchaba montado en su caballo y regresaba tarde, estaba empleando su tiempo en prácticas con el fin de tomar parte en una acción que encendería el motor grande de la Revolución.
“Era tan intachable que a mi mamá nunca le preocupó a dónde iba. Él era muy reservado, callado, serio, no le gustaba beber, siempre lo admiré por eso. Es por su integridad que lo capta Pepe Suárez Blanco, que trabajaba en el almacén”, refiere Jesús.
El 24 de julio de 1953, Antonio Betancourt Flores se despidió por última vez de su familia. Partía rumbo a Santiago de Cuba, hacia la gloria eterna de quienes luchan por la libertad de su patria. Los ojos de Jesús se nublan al recordar cómo su madre fue sola hasta la oriental provincia en busca de los restos del hijo amado; cómo sus ojos y sus manos se toparon con los de otros combatientes en la angustiosa búsqueda:
“Renato Guitart, quien vivía en Santiago de Cuba y había perdido a su hijo en el asalto, fue con su máquina a recoger a los caídos, tirados en una fosa común, y los enterró en diferentes lugares del cementerio Santa Ifigenia. También dividió y enumeró las pertenencias de cada uno. Mi mamá reconoció a Antonio por una muela que tenía partida y por el pulóver”.
Jesús no sabía del coraje de su madre hasta que lo escuchó por Radio Reloj. Los restos de su hermano, junto a los de Marcos Martí —los primeros en llegar a la Villa Roja— venían con la madre que lo trajo al mundo, y que serviría desde entonces a la causa por la que su hijo entregara lo más preciado, sin pedir nada a cambio.
“Muchos de los sobrevivientes vinieron a visitarnos a nuestra casa. Gran parte de los moncadistas artemiseños vivían en el mismo barrio: La Matilde. Hubo uno que mi mamá botó de la casa porque traicionó a la Revolución, el hermano de Guillermo Granado, que fue a la casa a pedirle la cédula a la vieja, pues se había postulado para concejal. Guillermo murió en el Moncada. Cuando Ciro Redondo fue a la casa, le dijo a mi mamá: Vieja, Antonio no está muerto en vano”.
Así lo creyó Jesús, hoy presidente de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana en Artemisa y quien por siempre tendrá grabado en el recuerdo aquel hermano cuya presencia física perdió desde los 12 años:
“Después que mataron a mi hermano, el ideal revolucionario nos quedó a nosotros en la sangre, quedamos marcados hasta hoy. Me comprometí con la Revolución desde entonces hasta ahora”.
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