La juventud cubana, a lo largo de toda su historia, se ha caracterizado por su rebeldía ante la explotación y la injusticia social. A la vez que rebelde, ha sido una juventud profundamente revolucionaria, comprometida en la lucha por la independencia, los principios y la libertad —no solo en Cuba sino también en otras tierras del mundo—, y en el esfuerzo diario de nuestro pueblo empeñado en la trasformación económica del país.
No es de extrañar, pues, que los sectores oligárquicos y reaccionarios hayan centrado su odio sobre los jóvenes en la Cuba prerrevolucionaria. Los ocho estudiantes de Medicina, asesinados por las autoridades españolas, son un ejemplo de ello.
Nadie duda respecto a la inocencia de los encausados en 1871 por profanar la tumba de Gonzalo Castañón. Los testimonios de la época, recogidos por Fermín Valdés Domínguez, dan buena fe de ellos. La única culpabilidad que pudo comprobárseles fue la de ser jóvenes, ser cubanos y simpatizar con la gesta independentista que se libraba entonces en la isla contra el colonialismo español.
En la tarde del jueves 23 de noviembre de 1871, al faltar el profesor, los alumnos del primer año de Medicina de la Universidad de La Habana se ponen a jugar a la entrada del Cementerio de Espada. Dos días después, el gobernador político Dionisio López Roberts se persona en la casa de altos estudios y detiene a 45 alumnos, bajo la acusación de profanadores de una tumba. Sometidos a Consejo de Guerra, los jóvenes son sancionados a penas benignas. Los paramilitares de la colonia española, los llamados Voluntarios, se enfurecen y obligan al jurado a volver a deliberar. Para calmar a la enfurecida horda, se fija en ocho las condenas a muerte.
OCHO VÍCTIMAS DE UN JUICIO AMAÑADO
Eran ocho jóvenes que querían dedicarse a salvar las vidas de los demás, pero vieron truncadas las suyas propias en la flor de la edad, por la vesania de una metrópoli cruel, dispuesta a impedir a toda costa que se le escapara su posesión más preciada.
Ellos fueron Alonso Álvarez de la Campa, por arrancar una flor; Ángel Laborde, Anacleto Bermúdez, José de Marcos Medina y Juan Pascual Rodríguez, por jugar con el carro de los cadáveres. Los otros tres se seleccionan por sorteo: Eladio González, Carlos de la Torre y Carlos Verdugo.
Los rabiosos voluntarios españoles, apoyados por el gobernador militar interino, tomaron venganza en los jóvenes estudiantes de medicina, que fueron sometidos a dos consejos de guerra sucesivos, sin tener en cuenta la edad, que eximía de responsabilidad a casi todos y los condenaron a severas penas.
Uno de ellos, Alonso Álvarez de la Campa, de 16 años, declaró haber tomado una flor del cementerio, lo que bastó para ser condenado a muerte. Otros nombres se sacaron “a la suerte” y se incluyó hasta los que no asistieron ese día a clase, como Carlos Verdugo, por estar fuera de la provincia.
La sentencia se firmó y cuatro horas después fueron fusilados los 8 estudiantes de medicina, sin dar tiempo a ninguna apelación, ni tampoco permitirles el derecho de ver a sus familiares por última vez. Era el 27 de noviembre de 1871.
UNA INJUSTICIA QUE INDIGNÓ AL PUEBLO
Ante el crimen cometido por el colonialismo con los jóvenes estudiantes de medicina fusilados, dijo el capitán Federico Capdevila: “Mi obligación como español, mi sagrado deber como defensor, mi honra de caballero y mi pundonor como oficial, es proteger y amparar a los inocentes: lo son mis cuarenta y cinco defendidos”.
En uno de sus diálogos con el pueblo, el Che se lamentaba de aquellas ocho inteligencias inmoladas por la barbarie colonialista y se preguntaba cuánto podían haber aportado a la Patria aquellos jóvenes de no habérseles cercenado la vida.
A esas víctimas también se refirió el compañero Fidel Castro, cuando señaló: “Ocho estudiantes fueron fusilados en 1871, fueron cimientos de los más nobles sentimientos y del espíritu de rebeldía de nuestro pueblo, a quien tanto indignó aquella colosal injusticia” y luego añadió: “En la historia de nuestra juventud estuvo siempre presente el recuerdo de aquellos estudiantes de medicina”.
Ni Alonso, ni Pascual, ni Anacleto, ni Carlos ni sus otros cuatro compañeros pudieron graduarse como doctores en Medicina. Hoy, multiplicados, marchan junto a quienes, con pleno desinterés, integran el destacamento Carlos J. Finlay, en los especialistas y médicos de la familia, en los galenos que cuidan la salud del pueblo o los que han cumplido y cumplen misiones internacionalistas, presumimos al igual que dijera José Martí, que los estudiantes mártires del 27 de noviembre viven más desde que murieron.
Es por ello que 141 años después, vuelve el estudiantado cubano a honrar a los héroes y mártires en la explanada de La Punta, donde tuvo lugar ese manchón imborrable de nuestra historia.
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