Suelen algunos animales marcar sus espacios territoriales de las más variadas formas. Es una manera instintiva de dar a conocer a otros de su especie que están en predios ajenos y a expensas de un furioso ataque defensivo.
Y los círculos hegemonistas de Washington parecen decididos a adoptar esa costumbre, solo que con otras miras.
De manera que no se trata de estampar y asegurar fronteras, sino de violar y desmenuzar las existentes. No es tampoco proteger lo propio, sino agredir y agenciarse lo ajeno.
Así, en un reciente artículo, el analista David Vine, informaba en el sitio digital Tomdis-patch.com, que a espaldas de la mayoría de los norteamericanos, “la creación de bases en todo el planeta está aumentando” mediante las llamadas nenúfares, o “pequeñas instalaciones secretas e inaccesibles con una cantidad restringida de soldados, comodidades limitadas, y armamento y suministros previamente asegurados.”
Y sigue Vine: “en todo el mundo, de Yibuti a las selvas de Honduras, de los desiertos de Mauritania a las pequeñas Islas Cocos de Australia, el Pentágono ha estado buscando tantos nenúfares como puede, en tantos países como puede, lo más rápido posible.”
Finalmente precisa el analista que “aunque cuesta hacer las estadísticas, en vista de la naturaleza frecuentemente secreta de esas bases, es probable que el Pentágono haya construido más de 50 nenúfares y otras pequeñas bases desde el año 2000, mientras explora la construcción de docenas más.”
En pocas palabras, se trata de un entramado agresivo que paso a paso intenta colocar y afianzar el chantaje bélico en todos los rincones del orbe, y en fortalecer el cerco que ahora se intenta en torno a Rusia y China a tono con el postulado, vigente desde el descalabro de la Unión Soviética y el ex campo socialista europeo, de evitar a toda costa el surgimiento o la reestructuración de superpotencias que interfieran las desbocadas apetencias hegemonistas de Washington.
En consecuencia, se va convirtiendo en algo común avistar efectivos militares norteamericanos en un número creciente de naciones del Este europeo, ex repúblicas soviéticas o del Tercer Mundo, en un tejido cada vez más amplio de instalaciones dedicadas al espionaje electrónico, entrenamiento especializado, vigilancia sobre puntos específicos considerados de importancia estratégica, despliegue de sistemas ofensivos, o pretendida cooperación con ejércitos y gobiernos locales en el enfrentamiento a actividades “terroristas”, de narcotráfico, o cuanta denominación pueda exhibirse como cortina al más descarado injerencismo.
Y es precisamente esta red, ya en funciones, en la que se sustenta el proyectado despliegue militar norteamericano en el área Asia-Pacífico, que la Casa Blanca denominó recientemente como de interés prioritario, y que en cierta forma complementa la ofensiva en Asia Central, materializada hasta hoy en las ocupaciones de Afganistán e Iraq, la destrucción del gobierno legítimo en Libia, la agresión a Siria, y las amenazas contra Irán.
Toda una combinación que a la vez que supone un mayor control sobre centros neurálgicos globales desde el punto de vista energético y comercial, va conformando el cerco directo que apunta contra Moscú y Beijing.
De manera que, a diferencia de los animales, para los círculos gringos de poder, ni su “terreno” ni sus “marcas” tienen límites.
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