Con ironía, el líder histórico de la Revolución cubana, Fidel Castro, se había referido a la llamada “Cumbre de las Américas” como “Cumbre de las guayaberas” para aludir al protagonismo que tendría la isla caribeña en la reunión de jefes de estado del continente a pesar del empeño norteamericano en excluirla de la cita. Tal vez, tratando de evitar darle la razón y conjurar el pronóstico, el presidente estadounidense, Barack Obama, no hizo uso de la prenda típica de la vestimenta cubana pero lo que no pudo impedir es que estas reuniones dejaran de ser de las guayabas -metáfora utilizada por los cubanos para aludir a la mentira-, y las verdades incómodas para Estados Unidos (EE.UU.) se abrieran paso con una fuerza inusitada ante los ojos del inquilino de la Casa Blanca.
La necesidad, en que se vio el presidente colombiano Juan Manuel Santos, de explicar al finalizar la “Cumbre” de que esta no fue un fracaso, pareciera generada en la percepción que han tenido muchos de que sí lo ha sido. Al menos para los promotores de este tipo de reuniones -Estados Unidos y la Organización de Estados Americanos (OEA)- la derrota no pudo ser mayor. Luego de más de 50 años de presiones norteamericanas por aislar a Cuba, América Latina en pleno plantó cara a Washington contra la exclusión de la nación caribeña y expresó de manera unánime ante el presidente de EE.UU. su condena al bloqueo que el país más poderoso del mundo aplica a la Isla.
Como era previsible, el presidente de Estados Unidos tuvo que escuchar los desacuerdos con su política hacia Cuba, además de los reclamos contra la práctica colonial de su aliado británico en las Islas Malvinas y el cuestionamiento de su estrategia antidrogas en la región, que le hacían, no colegas genuflexos sino líderes auténticos que, como la mandataria brasileña Dilma Rouseff, le explicitaron su posición de sólo aceptar ser tratados como iguales.
La decisión de los organizadores de cortar la anunciada transmisión televisiva de los discursos presidenciales expresó con claridad una situación salida de control y que el presidente boliviano Evo Morales describió como una rebelión.
Si en la Cumbre del año 2009, en Trinidad y Tobago, Barack Obama había podido escapar al futuro haciendo promesas de una “nueva relación” con América Latina y una “nueva dirección” para su política hacia Cuba, esta vez del reclamo se pasó a los hechos con el anuncio de los países integrantes de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) de que no regresarán a otra Cumbre sin Cuba, acompañado por los pronunciamientos de otras naciones de la región en el mismo sentido. La ausencia en Cartagena de Indias de tres presidentes: el ecuatoriano Rafael Correa, el venezolano Hugo Chávez y el nicaragüense Daniel Ortega, es sólo el preludio de lo que pudiera ocurrir dentro de tres años en Panamá si EE.UU. no modifica su posición ante lo que ha devenido el tema crucial de su relación con Latinoamérica: la obsesión en excluir y bloquear a Cuba.
Un Barack Obama en año electoral, sólo pendiente de las encuestas para su reelección y cuidadoso de no disgustar al extremismo de Miami, no tuvo la inteligencia ni la audacia para convertir la cita de Colombia en una plataforma de cara al creciente, y cada más influyente, electorado hispano en Estados Unidos más allá de la ultraderecha cubanoamericana asentada en el Sur de la Florida.
Hasta en lo simbólico el paso de Barack Obama por Cartagena de Indias dejó una mala imagen. Precedido por el retorno a territorio norteamericano de varios agentes de su servicio secreto que llegaron a la ciudad caribeña en plan Berlusconi -una muestra de cómo norteamericanos cercanos a la Casa Blanca siguen viendo a Latinoamérica-, quizás la imagen más difundida del paso de su delegación por tierras colombianas ha sido la Secretaria de Estado Hillary Clinton bailando en un club de música cubana con el nombre de “Havana”. Como si fuera necesario ilustrar aún mejor que fue la excluida Cuba -el país que EE.UU. se ha empeñado en maldecir porque hace cincuenta años dejó de ser su prostíbulo- la que impuso a la diplomacia norteamericana el ritmo de lo que ocurrió en Cartagena.
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