Los medios de prensa utilizan un vocablo común a la hora de evaluar la presencia de Vladímir Putin, por tercera vez, en la presidencia rusa: continuidad.
Y si bien es cierto que políticamente se trata precisamente de eso, desde el punto de vista práctico es indispensable hablar, en concreto, de insistencia en los cambios y en un desarrollo positivo.
El gobierno que encabezó Dimitiri Medvedev hasta este mayo no fue otra cosa que parte de la línea de acción que una nueva dirigencia rusa, de la que es centro Putin, ha asumido con la voluntad de hacer de Rusia una potencia emergente en el complejo mundo de hoy, y de restituirle las glorias nacionales de las que se hizo legítima acreedora en los tiempos de la extinta Unión Soviética.
Y en importante medida, ese es el deseo también de la mayoría de los rusos, luego de haber enfrentado, desde el derrumbe de la URSS en los años noventa hasta el primer gobierno de Vladímir Putin en el 2000, el caos absoluto que impuso la administración de Boris Yelsin sobre los restos de la URSS.
Orden y desarrollo, democracia y expansión, seguridad y fuerza creciente, resultan algunas de las divisas claves anunciadas por Putin en su discurso de investidura para el futuro inmediato del gigante euroasiático.
Y los retos no faltan. Rusia debe ir dejando paulatinamente atrás una economía basada esencialmente en la exportación de materias primas, y procurar un avance tecnológico importante en otras ramas de punta, para lo cual su amistad y alianza creciente con China puede ser de enorme beneficio.
Enfrenta además relaciones controvertidas con los Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, empeñados a todas luces en proyectos tan agresivos como la instalación en Europa del titulado sistema antisimiles, cuyo único interés es lograr propinar el primer golpe atómico sobre un oponente sin posibilidades de respuesta.
A ello se suma el freno a la política expansionista de Washington en torno a las fronteras rusas y chinas, esencialmente en las estratégicas áreas de Asia Central y el Medio Oriente, a la que la Casa Blanca ha sumado no solo a las fuerzas otanistas, sino además a Israel, los regímenes totalitarios árabes, y los grupos extremistas de corte islámico.
Una agresividad, vale insistir, que no obvia el intervencionismo en la propia Rusia, mediante el apoyo y aliento a grupos separatistas y a una titulada “oposición democrática”, que precisamente intentó deslucir sin éxito las ceremonias oficiales de transición de gobierno, y que fueron, no se podía esperar otra cosa, centro noticioso para los grandes medios imperiales de difusión.
No obstante, es evidente que para la dirigencia rusa que asumió los destinos del país desde hace un decenio, las cosas están claras y las metas precisas.
Rusia, ha dicho Putin, tendrá en estos años la tarea de echar las bases de un multifacético salto cualitativo y cuantitativo de grandes proporciones, de manera de convertirse en uno de los centros decisivos en la vida regional y mundial, y en un interlocutor confiable y predecible.
En ese sentido, serán trascendentes sus crecientes vínculos con China sobre bases respetuosas, coordinadas y de mutuo beneficio, así como sus lazos con otras naciones de creciente influencia global, las exitosas “economías emergentes”, que ya reclaman con fuerza nuevos espacios internacionales a partir de la decadencia y crecientes dificultades del titulado “occidente industrial”.
Y, por supuesto, frente a los pujos hegemónicos de los grupos reaccionarios de poder en los Estados Unidos, la gente sensata no puede menos que aplaudir el esfuerzo de naciones que, como Rusia, intentan desvanecer el sueño del imperio de no permitir jamás, y por cualquier medio, la reorganización o el surgimiento de nuevas potencias, mucho menos con diferente criterio sobre lo que debe ser el mundo en nuestros días.
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