Las manos largas y huesudas sobre la mesa del café, el periódico extendido, la mirada suave y sabia, una sonrisa y el saludo constante:
—Buenos días, como se siente hoy.
—Estoy bien— le respondo.
Siempre que lo veo me maravillo de cómo ni las peores situaciones han podido con él. No viste bien y se nota su estado de vulnerabilidad. En su bolsillo delantero, una Biblia pequeña que abre cuando termina con los análisis políticos, los artículos de fondo y las notas periodísticas. Sus dotes de pensador también sorprenden. No tengo idea de si este hombre estudió alguna carrera como Filología o Ciencias Sociales, pero posee un bagaje poderoso en varios sentidos. Lo curioso es que ni a él ni a mí se nos ha ocurrido decirnos nuestros nombres. No sé quién es esta persona que podemos catalogar como mendigo, si es que existe alguna voluntad clasificadora en las charlas que sostenemos. Prefiero verlo como un amigo leal.
En la ciudad suele haber este grupo de gente, ellos caminan en el día de un lado a otro y en la noche duermen en los portales de la biblioteca o en los predios del Hotel Santa Clara Libre (siempre en las afueras). Negarlos es tapar una realidad de un país que posee matices contrastantes, claroscuros que como los cuadros negros de Goya no muestran lo más amable, sino el lado sombrío de una complejidad social y de un estamento inscrito en la historia. Al señor del Café Literario lo conozco porque compartimos la fe en los libros y las conversaciones largas. Es como un doble del Caballero de París, pero situado en esta ciudad a medio estar en una isla. Santa Clara, Remedios, La Habana, Caibarién; todas esas son urbes en las cuales he vivido y trabajado y en sus calles he conocido diversos tipos sociales. Los más pobres materialmente suelen ser los más interesantes desde la perspectiva humana. De hecho, hay sitios en Cuba que funcionan como pararrayos de las fantasías y de la oralidad y por lo general eso está vinculado a la abundancia de personajes populares.
Los costumbristas los llamaron “tipos sociales” y en sus estampas los retrataban con sus deformaciones físicas (por lo general enfermedades), sus tics nerviosos, sus obsesiones o frases más hilarantes. Los cubanos recordaremos siempre con cariño cómo La Habana supo honrar la memoria y la vida de su Caballero. Para aquel señor venido de la lejana Galicia, las calles y los bulevares de la capital cubana eran una especie de atmósfera europea de la Belle Époque. ¿Qué decir entonces de las ciudades del interior? En Remedios hubo también un caballero. Su porte de mulato elegante y el tono de la voz, algo engolado, le daban una prestancia y cierto abolengo. Lino Lobatón tenía casa, nunca durmió en las afueras. De hecho, transformó esa morada en una “jungla” de piezas de cartón, cámaras de bicicletas, imágenes rotas y ya desechadas de los santos, bombillas, trozos de telas de colores…A la entrada un cartel nos daba la bienvenida en inglés: Jungle of Lino. En ese universo variopinto, había además un trono que el personaje usaba para ver las estrellas con un telescopio mientras usaba una capa roja de un monarca. Los turistas se alborotaban con este escenario concebido para lo más surrealista.
Los seres que llevan una vida así nos demuestran cuán variado puede ser el cerebro humano en su lucha por la originalidad. No siempre la vida es predecible, plana. De hecho, la existencia es más como un río, que, aunque siga ahí nunca es el mismo y nadie sabe si en la década siguiente estaremos en uno de esos bancos del parque, con la mirada perdida y la mente en otro mundo. Prefiero creer que los equivocados somos nosotros, los que salimos a trabajar, nos echamos a cuestas un deber ser, asumimos un rol normalizado y rechazamos la ruptura. Hay mucha lucidez en la itinerante vida de esos otros seres y hay en ocasiones demasiada locura en el quedarse quietos, en la mudez del sedentarismo y del orden.
En el Café Literario se sientan personas de toda índole, hay desde intelectuales hasta “locos”, desde aburridos trabajadores hasta la abundancia de tiempo libre de algunos lo cual les permite adentrarse en zonas de la vida poco exploradas. Uno, que está en el medio, que debe sostener ciertos deberes, no imagina esa vida de libertad, de disparates y de acciones en apariencia incoherentes, porque en esa desazón de emociones, en ese abandono, persiste el encanto de la sobrevida.
Al final de la famosa obra de Cervantes, Don Quijote recobra la lucidez y rechaza las locuras de sus andanzas, todo ello ante el reclamo de su fiel escudero que lo insta a seguir en busca de la justicia. Sucede ese pasaje en medio de una enfermedad que le acortaba la vida al Ingenioso Hidalgo. La historia, con su astucia, ha querido que algo similar pasara con el Caballero de París, quien de pronto decidió volver a llamarse a sí mismo con el apelativo de José María López Lledín y reconoció a su psiquiatra como tal, no como su fiel escudero. La cura lo trajo de regreso a un mundo llano y pedestre que carecía de las alucinaciones hermosas de antaño. El loco había desaparecido y con él una parte de la fantasía de la sociedad. Quizás, a un nivel mayor, eso esté a punto de suceder si no les damos a estas personas el sitio que merecen. La paradoja es cruel, pero descarnada y constituye un abismo de oscuridad ante el asombro.
—Mire, periodista, las personas hoy construyen junto a las riberas y no se dan cuenta de que eso lleva barreras de contención. Igualmente, este cambio climático tan agresivo requiere que las casas posean un corredor de aire que se logra con una chimenea de varios metros de alto. De tal forma la atmósfera caliente se disipa.
Así me explicaba mi amigo acerca de las deficiencias de la ciudad en esta etapa de inundaciones, a propósito de que el río Bélico se adentró en una gran parte de las viviendas a su alrededor. Su sapiencia lo lleva a observarlo todo, a sopesar el ambiente y buscarle soluciones que rayan en la erudición. Esa misma noche de la subida de los niveles de las aguas, él estaba merodeando por la zona afectada y ahora puede, con criterio de maestro de obra, dar fe de las necesarias transformaciones que son urgentes en la trama urbana de Santa Clara.
—Ojalá yo pudiera tomar las decisiones aquí, habría arreglado más de un problema —me dice con rostro ensimismado y bebe de su taza de café.
El sol cae sobre las aceras y calles vaporosas de la ciudad y la noche comienza a tejer su imperio. Reflexiono sobre la necesidad de que este río humano siga su curso y que en el cauce estemos todos, cuerdos y locos, en una misma corriente.
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