A mí me gusta y me disgusta el fin de año, casi en iguales dimensiones.
Soy como muchas personas que se apropian a cabalidad de las tradiciones culturales de este mundo que nos tocó; esto es, me gratifica reunir a la familia, recordar las diferencias, redescubrir que siempre estaremos ahí.
Decir adiós al trabajo, con toda la utilidad social y la pasión que despierta. Pero contemplarlo en reposo. Para que se crezca y minimice en toda su justa extensión.
Rememorar los claros, la oscuridad y los grises del año que termina, en un sano ejercicio de contemplación del ombligo y masoquismo.
Desearles honestamente feliz fin de año y próspero año nuevo a quienes me rondan, a veces con la única deuda de no tener una frase menos gastada.
Pero me disgusta entonces desandar a ratos estas fechas entre desafueros y prisas. Como si con el año se me terminara la vida. Lo sintomático es descubrir que muchos coterráneos se suman al desenfreno findeañero, y, al hacerlo colectivo, se vuelve un caos global.
"En fin de año la gente anda como loca"; una suerte de sentencia popular que he escuchado con frecuencia por estos días.
Tal parece que supiéramos de cierto que vamos a morir, y queremos dejar las cuentas saldadas. Intentamos acabar en algunas semanas lo mucho que siempre, obligatoriamente, por ley de la vida, queda pendiente de un almanaque a otro.
Todo porque no es una mudanza espacial, donde físicamente se dejan y llevan cosas al antojo; ni siquiera es una mudanza temporal significativa, pues es solo un día tras otro. Es, más bien, una mudanza cultural.
Y en ese trasiego de nuestros trastos emocionales de un año a otro, al estrenarse el nuevo calendario acontece un extraño efecto que convierte las prisas en una calma, si no esperanzadora, cuando menos expectante, acerca del futuro que siempre parece alborearse en los eneros.
Un optimismo se cuela entonces; muy tímido e inconfesable en algunos, o rampante y orgulloso en otros. El mío llegó mientras contemplaba satisfecha residuos de un pavo en el congelador.
No era esta un ave cualquiera, ni siquiera una forma del pavo cualquiera. Cumplía los requisitos indicados por una amiga de mi madre el 24 de diciembre en la tarde:
–Hoy se impone cocinar el pavo, como usted prefiera; el mío será en picadillo.
Las celebraciones de fin de año son propicias para el choteo cubano sobre las escaseces. Y sobre ese picadillo, tan abundante hoy en los mercados cubanos en paquetes blanquiazules o rojos, bromeó largamente también mi familia.
Que si la carne de cerdo está muy cara. Que si tremendas matazones para comprarla barata. Que no quedaría otra opción que el picadillito. Que hasta podemos echarle pasitas y aceitunas. Que de todas formas dicen que el cerdo da cáncer. Que basta ya de tener al puerco en altar sacrosanto todos los fines de año. El cierre feliz de mi suegra fue:
–Si lo que hay es picadillo de pavo, pues lo comeremos juntos todos.– Y el implicado saltó de emoción en el congelador.
Por supuesto que el pavo nunca llegó al río, pues si mi suegra hubiese tenido que casarse con su primo hermano para tener, al menos, una colita de cerdo, lo hubiese hecho.
Pero una, poco a poco, va entendiendo las silenciosas angustias de los cabezas de familia por estas fechas. Y yo sé que ella durante algunos días, hasta que no le encontró la compañía del Santo Cerdo Aparecido en el congelador, rehuyó la mirada entusiasta del picadillo de pavo.
Al recibir el 1ro. de enero henchidos de un alegre pernilito, fui en busca de la sidra y lo encontré, al pavo, en medio de su fría estepa ya desierta. Y claro está que entonces sus sabe dios qué partes trituradas se presentían jubilosas.
No pude menos que sonreír y llevar en bandeja ante todos al ahora Digno Picadillo de la Unidad Familiar. Porque el cerdo nunca nos había unido tanto como lo hizo el picadillo. Porque así son las cosas cuando son del alma profunda, esa que viene del estómago y termina en el abrazo.
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