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martes, 19 de noviembre de 2024

Del sueño a la realidad (+Videos)

No pocas veces la literatura ha sido la savia de los grandes avances tecnológicos...

Dariel Antonio Pradas Vargas en Exclusivo 10/05/2018
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Robot Transformer real -Japón
Primer Robot Transformer real, el autómata llamado J-deite RIDE tiene 3,7 metros de altura. (Foto: Tomada de Project J-Deite).

Kenji Ishida cumplió el sueño de su infancia al gestionar la construcción de un robot transformer de casi cuatro metros de altura. Sin desabrocharse el nudo Windsor de su corbata, subió al auto deportivo, manejó dentro del área interna de la fábrica, ordenó al vehículo transformarse en el autómata de las películas y, en apenas 60 segundos, J-deite RIDE (el robot) se levantó y empezó a caminar bípedo a la velocidad de 30 kilómetros por hora. Ishida, el director de la compañía Brave Robotics, tuvo que sonreír.

Todo el esfuerzo de los ingenieros padres de J-deite se enfocó en hacer realidad el universo de los Autobots y Decepticons, popularizado por la saga fílmica Transformers, dirigida por Michael Bay, y sus variantes en anime, comics y videojuegos.

No es la primera vez que se materializa un imaginario proveniente de la ciencia ficción. En muchos casos, este subgénero de la literatura ha sido previsor de avances tecnológicos y, si bien se alimenta de las conjeturas e inventos más recientes, la ciencia real se inspira también a partir de las disparatadas y, a la vez, lógicas ocurrencias de sus autores.

“Todo lo que una persona puede imaginar, otros pueden hacerlo realidad”, dijo el escritor francés Julio Verne, precisamente uno de los más renombrados visionarios de futuras tecnologías.

En su novela De la Tierra a la Luna (1865), Verne describe minuciosamente y con base científica qué se necesita para enviar un objeto al astro selenita. Y a pesar de que el propulsor de su nave cósmica es un cañón decimonónico llamado Columbiad, el autor logra adelantarse más de 100 años a la misión espacial Apolo 11, de 1969, y coincidir con esta en varios aspectos (aunque mucho más se asemeja a la ocurrida un año antes: la Apolo 8).

Por ejemplo, había tres tripulantes en la nave de Verne al igual que en el Saturno V –cohete utilizado para el Programa Apolo por la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA, por sus siglas en inglés)–; en ambos contextos, Estados Unidos auspició el viaje interestelar y el despegue ocurrió en el estado de Florida; la expedición de Verne llegó a orbitar el satélite, pero no alunizó, como mismo la Apolo 8. Lo más sorprendente fue que el novelista francés tuvo en cuenta la velocidad mínima con la que debía lanzarse el proyectil para poder escapar de la atracción gravitatoria de la Tierra: aproximadamente 11 kilómetros por segundo, idéntica a la que superaron las misiones Apolo 8 y Apolo 11 para alcanzar sus destinos.


Con este libro Julio Verne se adelantó 100 años a la misión lunar Apolo 11.

En el siglo XIX, el cosmos representó un punto de interés para muchos escritores que vinculaban las ciencias con la ficción. De hecho, el propio Julio Verne, después de su novela De la Tierra a la Luna, trascendió de nuevo la atmósfera terrestre en Los quinientos millones de la Begún (1879), donde se hace mención de una bala gigante que se queda orbitando en torno al Planeta Azul; de cierta manera, un antecedente de lo que sería un satélite artificial. Sin embargo, no fue esta la primera referencia, sino la de un cuento del norteamericano Edward Everett Hale: La luna de ladrillos (1869).

Después de múltiples ensayos a inicios del siglo XX sobre cohetería aplicada para viajes espaciales, Herman Potočnik publicó, en 1928, El problema del viaje espacial: el motor de cohete. En este libro se elabora un plan para mantener presencia humana en el espacio; hasta diseña una estación espacial que cumpla con las trayectorias de un satélite geosíncrono –que orbita sobre el ecuador terrestre con la misma velocidad angular del planeta, por tanto, permanece inmóvil sobre un determinado punto de la Tierra.

Casi veinte años después, en su artículo Transmisiones extraterrestres (1945), el escritor británico de ciencia ficción Arthur C. Clarke imaginó con bastantes detalles un futuro donde circunvalara alrededor del planeta una red de satélites de comunicaciones.

No fue hasta 1957 que el primer satélite artificial, el Sputnik 1, se estacionó en órbitas terrestres. Desde ese momento, la carrera por el espacio orbital fue acrecentándose hasta de alguna manera cumplirse la predicción del autor de 2001: Una odisea espacial (1968). Hoy, la zona del espacio que se halla en el plano del ecuador a 35.786 kilómetros sobre nivel del mar, es conocida como Cinturón de Clarke .

Muy alejadas de las travesías espaciales en la imaginación del siglo XIX, están las subacuáticas. Y no por gusto Verne es considerado uno de los padres de la ciencia ficción, pues en su novela Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) relata los recorridos del Nautilus, un submarino futurista que sorteaba las profundidades del océano bajo las órdenes del capitán Nemo. No obstante, la predicción científica de Verne se revela más en la grandilocuente sofisticación del vehículo, porque para la época en que se escribió el libro ya existían numerosos modelos de submarinos, incluso algunos que no funcionaban mediante tracción humana, como el Ictíneo II, construido en 1864 por Narciso Monturiol, el cual se propulsaba por un motor de vapor.

De hecho, Verne nombró Nautilus a su estuche metálico en honor a un submarino homónimo que encargó Napoleón Bonaparte al ingeniero estadounidense Robert Fulton, el cual en 1800 probó mantenerse sumergido a ocho metros bajo la superficie marítima durante 24 horas.

Poco importa si la novela del francés no se adelantó a la ciencia. Fue tan famosa que inspiró a las próximas generaciones de ingenieros, al punto de que, en 1955, cuando salió al mar el primer submarino nuclear, el USS Nautilus, de la Armada de los Estados Unidos, obtuvo su nombre por el imponente casco ideado por Verne y no por el de Fulton, a pesar de que el de este último era real y, su creador, nacido en Pensilvania.

AL DOBLAR LA ESQUINA

Ha habido, por supuesto, muchos más casos como estos. Proporcional a la cantidad de escritores ingeniosos dedicados a la ciencia ficción, existen predicciones hechas realidad:

El británico H.G. Wells bautizó el término “bomba atómica” en El mundo se libera (1914), y señaló que estas podían explotar continuamente usando el poder de la radiactividad. Aunque Robert Cromie fue el primero en meditar sobre la energía atómica, en The crack of doom (1895), el físico Leo Szilard, quien trabajó en el proyecto Manhattan, le dio cierto crédito a Wells por la idea de la reacción nuclear en cadena que elaboró en 1933.

También está el caso de la novela distópica 1984, escrita por George Orwell entre 1947 y 1948. Se describe un régimen opresor, muy similar –en el aspecto tecnológico– a los actuales sistemas de cámaras de vigilancia.

Las tarjetas de crédito son muy comunes en la actualidad. De ahí que pareciera una ingeniosa excentricidad del estadounidense Edward Bellamy soñar, al cierre del siglo XIX, con un futuro donde los ciudadanos utilizaran esta herramienta de pago. Realmente, el autor acertó solo a medias con su visión en Mirando atrás: 2000-1887, pues si bien usaban tarjetas de crédito, ocurría dentro de un socialista Estados Unidos, y cada habitante recibía en sus tarjetas la misma cantidad de crédito. Probablemente Bellamy tiene más relación con la historia de la literatura utópica, que con la ciencia ficción.

El best seller de origen ruso Isaac Asimov pautó las bases de la ética y la deontología de los robots, con sus tres leyes de la robótica, escritas por vez primera en el cuento Círculo vicioso (1942). En 2011, el Consejo de Investigación de Ingeniería y Ciencias Físicas y el Consejo de Investigación de Artes y Humanidades (EPSRC y AHRC, sus respectivas siglas en inglés), de Gran Bretaña, publicaron conjuntamente una serie de principios éticos "para los diseñadores, constructores y los usuarios de los robots en el mundo real”, que se asemejan a los ficcionales consejos del eslavo nacionalizado estadounidense.

Ejemplos como estos pueden llegar a convertir un transformer de 3,7 metros de altura en un juguete aniñado y costoso (800 millones de dólares). Pero es perdonable, porque como mismo estos ingenieros de la industria del entretenimiento, habrá otros que harán reales las demás visiones de la ciencia ficción.

Bajo esta lógica, Cubahora se arriesga a pronosticar para sus lectores, algunos avances tecnológicos surgidos desde la ciencia ficción. Estos podrían llegar, como quien dice, al doblar la esquina.

Pensemos en las gafas de los héroes de Dragon Ball –que amplían los sentidos–, con el aporte tecnológico de la realidad aumentada  que la aplicación Google Glass ya comercializa.

O casi seguramente la edición del genoma, que parece distanciarse de una mera fantasía del filme Gattaca (1997), pues la técnica de Repeticiones de Palíndromos Cortos Agrupados a Intervalos Regulares (CRISPR, acrónimo en lengua inglesa) ha hecho posible que ya se puedan modificar genes en embriones humanos.

Y lo último, por qué no, el surgimiento de un mundo de robots, Autobots  Decepticons, Cybertrons, Destrons… en tiempos de Pokémon y reguetón.


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Dariel Antonio Pradas Vargas

Estudiante


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