Todo comenzó en 2020, cuando la Compañía Walt Disney se vio obligada a reconocer que títulos antológicos de su catálogo como Dumbo (1941), Peter Pan (1953), El libro de la selva (1967) o Los aristogatos (1970) contenían escenas de desprecio a sectores raciales o representaciones culturales negativas.
Decidió, entonces, anteponer a la transmisión vía streaming de esos filmes en su plataforma Disney+ el siguiente cartel: “Este programa se presenta como se creó originalmente. Puede contener representaciones culturales obsoletas”.
No conforme con el exorcismo, o tal vez ante el reclamo de hacerlo menos timorato y más explícito, poco después subió la parada. Ahora no eran solo un par de líneas, sino toda una confesión de mea culpa, inhabilitada de adelantar en fast forward. Había que leerla:
“Este programa incluye representaciones negativas y/o un mal tratamiento de personas o culturas. Estos estereotipos estaban equivocados entonces y lo están ahora. En lugar de eliminar este contenido, queremos reconocer su impacto dañino, aprender de él y generar conversaciones para crear juntos un futuro más inclusivo. Disney tiene un compromiso para crear historias con temas inspiradores que reflejen la rica diversidad de la experiencia humana en todo el mundo”.
Paralelamente ―recordemos― HBO sacó de su plataforma durante dos semanas Lo que el viento se llevó, para reincorporarla con el correspondiente aviso de que con su “visión nostálgica”, el filme “niega los horrores de la esclavitud, así como su legado de desigualdad social”. Hacía un mes que un policía de Minneapolis había asesinado en plena vía pública a George Floyd, y el movimiento Black Lives Matter desencadenaba una de las mayores y más enérgicas movilizaciones de protesta por la violencia racista en la historia de Estados Unidos. Disney también lo tuvo en cuenta.
Han transcurrido casi dos años de aquella limpieza de imagen, cuando la compañía vuelve a enfrentar otro episodio de demandas éticas a propósito de sus planes en marcha de hacer un live action remake del más clásico de sus clásicos: Blancanieves y los siete enanitos, su primer largometraje de animación, realizado en 1937.
Primero fue su decisión de elegir para el papel protagónico a la actriz de ascendencia colombiana Rachel Zegler (siguen “encantados” con Colombia)1, quien no resulta ser tan blanca como la nieve según la preferencia de internautas racistas que manifestaron su desacuerdo en injuriosos tuits.
Pero lo más sonado ha sido las recientes declaraciones del actor Peter Dinklage, quien ha acusado a Disney de “hipócrita” y “retrógrada” ―luego de su aparente gesto progresista de escoger a una intérprete latina para encabezar el elenco― por volver a contar “esa maldita historia sobre siete enanos viviendo juntos en una cueva”.
Dinklage, quien estableció un récord de cuatro premios Emmy al mejor actor de reparto en una serie dramática, y un Globo de Oro en la misma categoría, por su interpretación del personaje de Tyrion Lannister en la serie de HBO Juego de tronos (2011-2019), padece de acondroplasia y su estatura no rebasa los 135 centímetros, condición física que lo ha convertido en un activo cuestionador de la imagen que proyectan los medios de personas con enanismo.
“¿Qué diablos están haciendo?”, imprecó a Disney, seguramente con el recuerdo en su memoria de aquellos siete personajes caricaturescos de la versión de 1937, narizones, orejones y cachetudos, divertidos unos, gruñones otros, barbudos y ocurrentes, que sirven de asidero y consuelo a la atribulada y maternal Blancanieves (en algunos países hispanohablante se usó en la traducción del título la palabra “enanos”; en otros, como el nuestro, para limar un tanto la aspereza del vocablo original, se optó por su diminutivo: “enanitos”).
“¿Es que no he conseguido ningún avance desde mi tribuna? Parece que no he hecho suficiente ruido”, concluyó Dinklage, iracundo ante la perspectiva de ver clonados live action a Doc, Grumpy, Happy, Sleepy, Bashful, Sneezy y Dopey.
Disney le respondió de inmediato en un comunicado: “Para evitar reforzar los estereotipos de la película animada original, estamos adoptando un enfoque diferente hacia estos siete personajes, y hemos consultado con miembros de la comunidad del enanismo. Estaremos encantados de compartir más detalles a medida que avance la producción, después de un largo período de desarrollo”.
Pero el caso Blancanieves no termina ahí. Otras voces que también se lamentan de no haber conseguido “ningún avance” desde sus respectivas tribunas ahora apuntan a una atracción montada por Disney en Disneyland Resort, California, con el título Las aterradoras aventuras de Blancanieves (Snow White's Scary Adventures).
El recorrido termina con la conocida escena del príncipe que besa a Blancanieves dormida para despertarla del hechizo de la bruja malvada, y ahí se han centrado los ataques, con el argumento de que se trata de un beso “no consensuado” que constituye un “abuso” salvaguardándose en el “amor romántico”.
Si bien de acuerdo con los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, autores del relato original (porque no todo es culpa de Disney), era un beso de reanimación y no erótico, el tema es que Blancanieves, aunque técnicamente muerta, debía haber dado su autorización al príncipe para besarla. O lo que es prácticamente lo mismo: una ahogada debe dar su consentimiento antes de que el salvavidas le aplique la respiración boca a boca, porque de lo contrario el presunto salvador incurre en un delito de abuso lascivo.
Algunos han manifestado que se está llevando demasiado lejos la cultura de la cancelación (cancel culture), que ha convertido en un verdadero campo minado hasta los mundos mágicos de los cuentos de hadas. Otros, con más sentido del humor, han recurrido a los memes. En uno de ellos se ve al príncipe dispuesto a arrojarle a Blancanieves un cubo de agua para despertarla.
La revisión de códigos y conductas dentro de las versiones animadas de cuentos infantiles ha alcanzado también a Caperucita Roja, y como ejemplo hacemos referencia al corto producido por los Estudios de Animación del ICAIC, con guion, animación y dirección de José Martín Díaz, dentro de la exitosa serie Cuentos de Ñañasere.
Aquí no solo el lobo no se come a Caperucita y su abuela, tampoco el cazador le abre la panza para rescatar a abuela y nieta y luego llenársela de piedras, y mucho menos el animal se ahoga en el río, sino que al final, en una suerte de epílogo, se aclara que aunque en el cuento representa el mal, en realidad “los lobos son animales magníficos que debemos querer y respetar”.
Se acabó entonces el mito del “lobo feroz”, como también el del “tiburón sangriento”, según el título con el que vimos en nuestros cines la famosa película de Spielberg. Solo falta que alguien componga para los niños una tonadilla titulada Baby Wolf, al estilo de la pegajosa y popularísima Baby Shark.
No hay dudas de que vivimos una época de drásticas transformaciones de hábitos y percepciones culturales que nos obligan a un permanente replanteo de normas establecidas. A la cruzada contra los estereotipos raciales en la pantalla se suma la dirigida al cuestionamiento de los estereotipos físicos que pueblan infinidad de películas, en particular los que asocian ilícitamente la maldad, la burla o las miserias morales con cualquier tipo de deformidad o trastorno patológico físico o mental.
Hasta el reino de la animación se extiende este rechazo ante cualquier forma de exclusión o encasillamiento por motivos de raza, creencia, orientación sexual o aspecto. El reclamo, entonces, de una representación digna para los próximos enanos de Blancanieves no tiene por qué ser una batalla solo de Peter Dinklage, independientemente de que compartamos o no su visceral aversión por los anteriores.
Como dijo el realizador alemán Werner Herzog a propósito de su polémica película También los enanos empezaron pequeños (1970), “creo que existe un enano dentro de todos nosotros y me parece importante que se reconozca así”.
Mientras esperamos cómo se adapta este clásico de la narrativa infantil a las exigencias del siglo xxi, otros como El patito feo se dirigen al círculo de espera.
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