De las lecturas que se guardan para toda la vida están las muchas anécdotas, visiones, juicios en torno a la vida musical. Dicha manifestación de las artes te acompaña, es la perfecta banda sonora de la existencia humana en sus diferentes fases. En lo particular, Cuba cuenta en el campo de la musicología con importantes ensayistas como Alejo Carpentier, quien en sus piezas de Letra y Solfa reflejaba no solo lo técnico, el detalle, el sonido, sino todo aquello que giraba en torno a la cultura, a lo vívido, lo intenso. Y es que el cultivo de las artes no se reduce solo a la interpretación, sino que hay un universo oculto, un misterio que es develado por el buen crítico, por el estudioso que mira dentro de cada nota, que se detiene a preguntarse dónde y cómo vivió determinado músico o por qué dejó de componer, o cuándo enfermó o fue encarcelado.
La musicología es una rama de las ciencias sociales que se hace a partir del trabajo de campo y que requiere de enfoques interdisciplinarios, ya que no solo compete a las categorías estéticas y formales, sino al siempre conflictivo, polémico, contenido de las obras en los diferentes contextos socioclasistas. Carpentier, por ejemplo, no dudó en hacer un volumen titulado La música en Cuba en el cual en tono de crónica abordaba todo el recorrido de dicho arte desde los tiempos de Estaban Salas hasta Alejandro García Caturla. El trabajo incluyó una búsqueda previa por viejas catedrales e iglesias de pueblo, por capillas ensombrecidas, archivos llenos de polvo y memorias ya ajadas. Todo un estudio de campo que requería la brújula única y sabia de este escritor capaz de escribir novelas usando la técnica musical, como son los casos de Concierto Barroco y El Arpa y la Sombra.
Y no es que se trate solo de Carpentier, ya que otros ensayistas incursionaron con igual pericia en el desarrollo del estudio musical. Ahí está, casi olvidada, la labor apreciativa de Alejandro García Caturla, quien enviara crónicas, reseñas y reflexiones sobre la vida parisina a los periódicos cubanos, además de ser uno de los primeros dentro del país en teorizar en torno a las tendencias más vanguardistas de la música europea. El pensamiento ha estado dentro del entorno del desarrollo cultural y de la investigación, quizás como un momento inaplazable para que ocurran las luminiscencias del espíritu, esas que alumbran más allá de la simple y chata labor de exponer un estilo, una formalidad, unos rasgos. La música es vida y como tal se la trata. En el diccionario sobre este arte hecho por Radamés Giro hay no solo el dato frío, sino la temperatura de cada tiempo y autor, la anécdota, el suceso vivenciado que toma su rigor cuando se le evoca.
La música, como dijera Aaron Copland en su libro sobre cómo apreciarla, es algo más que el género, no es un arte muerto ni para muertos, sino todo lo contrario. Este lenguaje que nos habla a través de sonidos, de universales marcas y expresiones llenas de emoción, resulta quizás de lo poco que ha unido a la humanidad. En el terreno común, en ese idioma franco, se han encontrado solución a las diferencias. La memoria guarda el episodio de los soldados alemanes y aliados, enemigos entre sí, que se unieron en una Navidad para cantar junto a las trincheras el villancico Noche de Paz. Más allá del tono, del timbre y la melodía en sí, estaban el momento compartido, el lenguaje que une, el amor que hermana y nos hace mejores, el arte en su función más sublime y simple.
Cultivar el estudio de la música es hacerlo con devoción, desde la cátedra de Carpentier, de la mano de esos contrapunteos que hicieron a las islas de este archipiélago un oasis de sonidos y expresiones. Va más allá de saber el nombre de las composiciones o si Brindis de Salas estuvo o no en las cortes europeas, sino del intríngulis, de la obra teatral realista e impactante que hay detrás del pentagrama. El propio George Gershwin, contemporáneo de Copland, fue un maestro de estas claves, no solo para reflexionar, sino que tuvo en cuenta el acto de creación como un momento más del estudio, del conocimiento, de esa cercanía con las volutas de luz que emanan de toda obra. Quien se acerque a los ensayos de los estudiosos de la música que no vaya solo porque es un snob que desea presumir de erudición, sino que se sumerja en la humildad de la vida, en ese instante en que surge el sonido y todo calla y la humanidad escucha y ama y teme y es en sí la maravilla de la creación. Captar esa esencia no es tarea fácil, ni insensible.
En un famoso libro de Romain Rolland, Juan Cristóbal, la música une a dos artistas contrapuestos por el temperamento, las creencias y la nacionalidad. La visión de ese cosmopolitismo del amor trasciende lo particular y las diferencias bélicas. Fue la manera en que el autor criticó a la Primera Guerra Mundial, que confrontaba a muchachos de todas las naciones, en la flor de su talento y belleza. El arte se rebela contra la matanza, la denuncia, la desnuda y lo hace a través de la música. En el libro, las alusiones a Beethoven y la Oda a la Alegría, a Bach y sus piezas cumbres, a todo aquello que es esencial, detenido, artístico, transcurren en medio de la más absoluta de las reflexiones: hemos de convivir en la Tierra, unos y otros, buscando lo común en los sonidos, en los lenguajes que nos hacen hermanos.
El periodismo y la ensayística, la literatura, la reflexión musical; todo ello conduce a entregarnos al mejor de los momentos creativos. Interesa más lo bello que lo divergente, lo estético que lo contrahecho, lo continente que lo accidental y fraccionario. Hay en el mundo mucha más profundidad que odio, solo que a veces el ruido no nos permite escuchar la música.
Cuba, como raíz musical de diversos géneros, funge como matriz de este mar de mezclas, Mediterráneo mestizo de jazz y son, de guaracha y blues. El Caribe como marca y estrella, como sino y destino artístico. Ya sea en los párrafos de Maria Teresa Linares o a través del propio Carpentier, la línea del horizonte es la misma. El lenguaje nos lleva a tomar caminos propios, individuales, de autodescubrimiento. El proceso de autoconciencia nunca es completo, pero al cabo se torna intenso e inaplazable. Una melodía de Gershwin se mezcla con la Danza del Tambor de Caturla. De pronto, en la universalidad de cualquier esquina en Louissiana o una calle habanera, hallamos el mundo envuelto en una partitura, y solo nos toca escuchar y guardar un sacro silencio.
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