Cuando vino al mundo, su padre lo alzó en brazos y le puso un nombre viril: Alberto Alejandro. Este será un líder temido, ya lo estoy presintiendo, así dijo el progenitor cuando el niño dio los primeros pasos y cruzó el portal hasta la acera como queriendo alcanzar un puñado de la luz de la tarde que se escabullía detrás de las nubes. Lo cierto es que, en aquella familia, llevaban tiempo esperando un varoncito. Tías y abuelas soñaban con verlo crecer hasta la juventud y poderle regalar un caballo robusto sobre el cual el mozo iría con empuje de conquistador por las calles del pueblo.
Sin embargo, Albertico disfrutaba de las carrozas de las parrandas y su verdadero sueño desde que vio la primera salida de esos elementos cargados de luz y lentejuelas fue convertirse en un maniquí viviente, uno de esos hombres que iban con el vestuario puesto encima de las piezas encendidas en medio del fragor de la noche. Veía los personajes con las pelucas del siglo XVIII y se sentía un cortesano de la época de Luis XIV. Se fijaba en los carruajes y soñó con asumir el papel de un príncipe o un paje con tricornio, bastón, rostro empolvado y un lunar en la mejilla. Cuando sonaba la trompeta del barrio San Salvador y los parranderos aparecían por la calle Ánimas, Albertico corría hasta la esquina y se le erizaba la piel. Lleno de emociones contradictorias, volvía a la casa, donde le esperaba una reprimenda porque salir en las carrozas no era cosa de hombres, así le dijeron muchas veces sus tías.

El primer regalo del cual tenía recuerdo fue una patineta, que el niño convirtió en una carroza. Le colocó pedazos de botellas rotas, vasos plásticos, latas, botones brillantes de colores. Entonces la iba arrastrando por toda la casa, halándola con un cordón de sus zapatos. Ahora voy a doblar la esquina del parque, gritaba Albertico, mientras atravesaba la pared del zaguán al comedor, imaginando que todo eso sucedía en la plaza de la ciudad, donde se celebraron tantas parrandas.
Por mucho que se le intentó mostrar otro tipo de juegos, solo el vestuario, las lentejuelas y las luces le llamaban la atención. El cambio radical fue cuando comenzó en la escuela. Ya estando en tercer grado, llegaron unos señores de pelo largo, rizado, con voces extrañas para hacer unos castings. Se requería de niños para representar una de las carrozas en el venidero festejo. Albertico saltaba en la silla, deseoso por ser elegido. Cuando se formaron en fila, intentó resaltar, hablaba en voz alta y mirando hacia los maestros para que lo tuvieran en cuenta. Llegado su turno, recitó una poesía que acompañó con ademanes histriónicos. Hizo su mejor esfuerzo. La mueca en la cara de los evaluadores le heló la sangre. No hubo juicio ni negativo ni positivo, solo emitieron con frialdad una frase: ¿De dónde salió este cabeza de naranja?
Deshecho en llanto, el niño corrió por los pasillos, llegó a la esquina de las calles Ánimas y San Salvador, dio una voltereta hasta alcanzar los confines de la ciudad. Allí, trepado sobre una colina y a pocos metros de la línea del tren, estuvo toda la tarde pensando en el suicidio. Todas las esperanzas fueron eliminadas de un solo golpe por aquella frase. Ya cansado, pero arrepentido de querer quitarse la vida, regresó a su casa. No dijo palabra alguna, solo destruyó la carroza/patineta tirándola en el fondo del patio contra el suelo y luego martillándola con un mortero de machacar especias. Las tías, sorprendidas, vieron cómo en pocos días el niño cambió de carácter. Se volvía taciturno y callado, serio, con una mirada entre oscura y tenebrosa.
Lo peor vino días después. En la escuela dejó de ser Alberto, ahora era el cabeza de naranja. En el recreo le tiraban cáscaras de ese cítrico y trozos de mandarinas mascadas por sus antiguos amigos devenidos adversarios feroces. Para colmo, los ensayos de la comparsa y la salida de la carroza se estaban haciendo en el patio de deportes del centro escolar, por lo cual cada tarde cuando comenzaban a danzar los demás niños, Alberto cabeza de naranja bajaba la cabeza. Siempre quería irse temprano, antes de que sonaran las trompetas y los tambores que ya comenzaba a odiar. Y ese sentimiento de oscuridad y desprecio hacia las parrandas fue creciendo mientras más tamaño cogía el muchacho. A la altura de la secundaria, cuando estaban armando una de las carrozas en el parque, pasó y de un empujón tumbó a uno de los carpinteros que sostenía la soga para izar las piezas. El hombre casi muere aplastado, mientras Alberto corría en su bicicleta calle abajo gritando de jubiloso triunfo.
Sin dudas, la cabeza de Alberto no era tan grande como rara, casi deforme. Hacia arriba tenía un volumen extraordinario, con las sienes hinchadas como globos, la frente sobresalía con anormalidad sobre unas cejas casi unidas. Además, por rebeldía o desdén hacia un mundo en el cual no era visto como alguien bello, se dejó de peinar y cortar el cabello, que le crecía de forma desordenada. El caos en la cabeza del muchacho nunca tuvo solución. En el servicio militar se peló al rape, pero seguía siendo igual de feo ante la mirada del resto de los reclutas que le ponían en son de burla naranjas podridas encima de la taquilla por las noches.
La gente del pueblo lo perdió de vista cuando el joven fue a la universidad. Lo cierto es que estudió una ingeniería en una de esas becas que otorgaba el extinto campo socialista europeo. Allá, en las calles de Praga, el cubano era una rareza atractiva y logró varios noviazgos con chicas de su edad. No obstante ser bueno en las notas y obtener su diploma de oro cuando se graduó, el odio a las parrandas nunca había desaparecido de su pecho. Parado sobre uno de los tantos puentes de la ciudad europea, juraba que un día iría por venganza y aplastaría las ofensas y los desprecios.
En el pueblo, mientras tanto, comenzaba un proceso de cambios parecido al que se daba en el país. Las parrandas que durante décadas se realizaron en julio y agosto —por prejuicios ideológicos— regresaron a su fecha del 24 de diciembre. Las fiestas tenían un origen navideño y por ende lo correcto era rescatar esa esencia. La más reciente visita del Papa a Cuba dio paso a un reconocimiento de índole religiosa. Todos estaban contentos con aquella transformación, ya que reflejaba un retorno a la sustancia misma de una tradición que le daba a la ciudad de Remedios todo el sentido de su existencia. Unido a la expectación por el cambio de fecha estaba el sentimiento de incertidumbre por la llegada de un nuevo dirigente, uno cuyo nombre se había mantenido en el secreto. Se decía que era porque esperaban cosas grandes de él, pero también se corrieron rumores oscuros, que algunos tildaron de falacias y distorsiones.
El día de la presentación a teatro lleno, los miembros de la asamblea vieron con sorpresa a un Alberto Alejandro Gómez Yáñez vestido de guayabera, con un vientre un poco más abultado, entradas pronunciadas en la cabeza enorme de naranja y unos ojos que se negaban a mirar de frente. El silencio fue casi eterno cuando dijeron su nombre y el cargo que ocuparía al frente de la ciudad. Solo se le recordaba por el apodo. La única tía que le quedaba viva aplaudió en solitario desde la segunda fila de asientos y un grupo de personas la imitó, pero sin energía. Alberto observaría desde su puesto con la mirada más dura e impersonal posible hacia los lugares que ocupaban los parranderos. Allí, a poca distancia, los presidentes de los barrios y algunos simpatizantes sintieron una vibración diferente, poco halagüeña, pero a la vez inexplicable. Al final, un aplauso tardío llenó el local.
En su primera reunión Alberto ya hablaría de la necesidad de reducir el gigantismo en las parrandas, al cual calificó de exceso, de desperdicio de recursos y falta de sentido. Con un tercio de la madera y del cartón pueden hacerse trabajos de plaza y carrozas más pequeños que permitan cumplir con la fecha, solía decir. En los encuentros con los trabajadores de las parrandas imponía su criterio y no los dejaba hablar. Constantemente dejaba ver que las fiestas que por casi dos siglos fueron el motor de la comunidad quizás no eran tan importantes. Además, llegaba a tildarlas de lastre para el desarrollo y sacó muchas veces la cuenta de que el dinero que se invertía en la compra de fuegos artificiales podía dedicarse a sembrar viandas. El país atravesaba por un periodo difícil en cuanto a alimentos, combustible y recursos. Los apagones eran largos y las cosechas no cubrían la demanda. El incipiente turismo aún no resultaba una actividad con la cual justificar la existencia y el gasto en las parrandas. Todo esto le daba un viso de lógica a las palabras de Alberto, quien iba de día en día subiendo la parada en su crítica a la tradición.
Fue en un recorrido por el poblado de Mamey donde se le ocurrió la idea maestra que generaría la mayor polémica en torno a su mandato. Viendo un espectáculo de rodeo, en el cual un campesino redujo a varias piezas de ganado solo con sus manos, un exaltado Alberto aseguró que llevaría eso a la plaza de Remedios, sustituyendo a esa infernal bulla de voladores, morteros, palometas y petardos que llenaba de suciedad, pólvora y mal gusto el centro histórico. ¿Un rodeo en lugar de las parrandas?, dijo uno de sus asesores con el rostro en un susto, blanco como la cal que se le daba a las piezas de los trabajos de plaza antes de izarlas con las grúas. Sí, respondió Alberto y, con un tabaco a medio fumar en sus manos, se montó en el jeep color gris, arrancando en dirección a la ciudad con su mala iniciativa a cuestas.
Esa tarde noche, Juliana Yáñez, tía de Alberto más conocida por Cuca, le advirtió que en Remedios quien se mete contra las parrandas termina sin cabeza. La anciana recordaba la historia de un regidor español que se oponía a la salida de los grupos de bullangueros allá por los mediados del siglo XIX y cómo una noche apareció en medio de la calle sin ropa y decapitado. La patrulla de celadores llamó con urgencia a toda la vecindad y se hizo una pesquisa en los meses siguientes, pero nadie respondía pregunta alguna. El asesinato de Genaro el regidor fue el caldo de cultivo para que jamás un alcalde, concejal o funcionario osara tocar las fiestas. Esas son historias de antes, tía, ya todo ha cambiado, respondió con tono autosuficiente Alberto.
Las parrandas de Remedios surgieron hacia 1820, vinculadas a la figura de un fraile franciscano que despertaba a los demás saliendo con un grupo de muchachos para hacer bulla con cuanto instrumento infernal. Las ocho barriadas se organizaron en dos y hacia 1871 ya estaban constituidas en una de las fiestas más influyentes de la región. Numerosos poblados comenzaron a hacer parrandas a imitación de los remedianos. Con las décadas la tradición se sincretizó con el alma de los pobladores al punto de que crisis políticas y caídas de gobiernos —como el de Gerardo Machado— tuvieron su correlato parrandero: dos trabajos de plaza con matojos de los más feos de la maleza aledaña fueron colocados en el parque para protestar contra el tirano. Nada había podido contra la bulla, los fuegos, la alegría casi feroz. Las parrandas ponen y quitan gobiernos, decían los más viejos de la villa, quienes vieron a alcaldes salir electos gracias a las rumbas que recorrían los barrios en busca de votos con botellones de aguardiente de por medio. Carlos Carrillo, uno de los más famosos líderes parranderos, no dudó en usar ese arraigo para alcanzar el máximo puesto del Ayuntamiento local. Le decían el León de San Salvador y terminaba sus campañas electorales con andanadas de palenques de bombas tronando por encima de los techos de tejas de la ciudad.
Pero esos tiempos terminaron aquí, ahora el león soy yo, acotó Alberto cabeza de naranja cuando escuchó esas historias de la boca de Cuca. Según él, poco a poco, gracias a su gestión, las fiestas irían disminuyendo hasta transformarse en un rodeo y luego desaparecer. Ya había hecho las gestiones con la dirección de cultura del territorio, cuyos trabajadores se quedaron estupefactos al escuchar el plan del funcionario. Necesito colocar aquí, en medio de la plaza central, el terreno para el rodeo, las sillas las traeré de Buenavista y las reses serán de la finca de Chungo quien ya está enterado de la magnitud de esta tarea, decía Alberto, con un mapa de Remedios extendido en medio de la reunión y un puntero en su mano derecha con el cual iba diseñando cómo serían los cambios en el evento cultural.
Las parrandas se realizan en tres madrugadas durante los días 8, 15 y 24 de diciembre. La llamada nochebuena chiquita es una celebración que antecede al choque de los barrios, en la cual se hacen demostraciones con fuegos artificiales, se sacan pequeñas carrozas y banderas alegóricas, así como diversas iniciativas que avivan la rivalidad. Tanto seguidores de San Salvador como del Carmen guardan las sorpresas más espectaculares para el 24 de diciembre, pero en la madrugada del 15 al 16 se producen enconados debates en las calles remedianas, encuentros de rumbas de desafíos y luces de bengala. Alberto había ordenado que, en virtud de que el gigantismo y el gasto había que eliminarlos, solo se celebrara la parranda del día 24, por lo cual los barrios no estaban autorizados a salir antes. Todo eso generó una inmensa molestia en las naves de trabajo de ambos bandos parranderos y se comenzó a fraguar una ira que amenazaba con desbocarse. En los corrillos de la ciudad se mencionaba de forma constante al cabeza de naranja como el enemigo número uno.
Acuérdate de Genaro, el famoso regidor que fue vencido por las huestes de parranderos, le reiteraba Cuca a su sobrino, quien con tozudez emitió el decreto de que no estaba permitido ni un solo fuego artificial ni una reja en la madrugada de la nochebuena chiquita, solo jolgorios de rodeos y reses en horas de la tarde. Nadie asistió a los encuentros con los campesinos de la finca de Chungo en las inmediaciones del parque. A las tres de la tarde cuando Juanelo el del Crucero hizo sus demostraciones domando animales y amarrándolos con destreza, no hubo un solo remediano que lo aplaudiera. Aquel desierto era una premonición de lo que venía.
En la noche, acompañado de sus colegas funcionarios, Alberto cabeza de naranja estaba dando una vuelta por el parque. La calma aparente lo llenaba de satisfacción. Había logrado su primera victoria contra las parrandas. Aquella afrenta de cuando era niño comenzaba a ceder bajo el peso de su carrera y prestigio. Décadas de frustración y de burla desaparecían y ahora por fin, luego de mucho, podía sentirse pleno. Los rostros de los remedianos que se encontraba por el camino permanecían en silencio, algunos bajaban la vista. En las inmediaciones de la glorieta del parque apenas había una o dos personas sentadas en el más absoluto silencio. Remedios, que a esas horas era un hervidero, parecía un cementerio.
Bueno, parece que al fin estamos ganando la batalla contra el gigantismo, dijo Alberto cuando ya se acercaba con su comitiva a la Casa de la Cultura, antiguo Casino de la Colonia Española. Sin embargo, un zumbido agudo comenzó a llegarle. El ruido proveniente del lado norte de la ciudad iba subiendo hasta ser desagradable. Eran miles de voces hablando a la vez, se oían ofensas, choques de rejas, palmadas, gritos. Con el rostro demudado en un gesto de temor, se metió en el salón de la Casa de la Cultura y desde uno de sus balcones atisbó hacia el parque. Una masa oscura, tupida, con luces de bengala en sus manos se movía en la noche. Iban desde mujeres hasta niños, personas de todos los colores y edades. Las banderas de los barrios al frente se agitaban en gesto desafiante. El zumbido que antes era informe fue haciéndose inteligible poco a poco en una sola frase gritada al unísono: ¡Pallá, cabeza de naranja, pallá! La gente decía esto acompañándolo con un gesto de desprecio con ambas manos, como dando un fuerte empujón hacia el frente.
Asustado se metió hasta lo más recóndito de la Casa de la Cultura, en los salones que hacía tiempo no se usaban y cuyos pisos estaban hundidos producto de la humedad y de los años. Allí, con las luces apagadas, escuchó las voces y la ferocidad de los vecinos que clamaban por su presencia. La masa se detuvo delante de la puerta enorme del Casino y, con un escobillón de limpiar los altos techos de madera y tejas de las casas de la ciudad, empujaban hacia adentro como si fuese un ariete medieval contra una fortaleza sitiada. ¡Saquen al cabrón con el escobillón! dijeron algunos y el estribillo fue repetido por otros miles más como un grito de guerra que hizo temblar la plaza.
Aquel episodio duró como dos horas, sin que los remedianos vieran señales del funcionario. Hubo llamados a la calma, detenidos, sanciones, pero la furia de la gente era incontenible. Cuando la puerta cedió, la masa hizo un aluvión de fuerza y odio que traspasó los límites de la Casa de Cultura. Llegaron hasta lo último, abrieron las salas oscuras, registraron debajo del escenario del pequeño teatro, sacudieron las cortinas, voltearon los baúles de vestuario de las compañías de danza, pero de Alberto ni rastro. Se había esfumado, como si una maldición lo abdujera de dicho sitio.
El viejo Casino Español no tiene otra salida que la frontal. Fue concebido para bailes y grandes recepciones, por lo cual era imposible que Alberto usara algún otro medio para irse sin ser tocado por la gente. Hubo especulaciones sobre si saltó por encima de los tejados hasta los patios aledaños y alguien lo ayudó a salir ileso, pero nadie pudo dar una versión verídica sobre lo que pasó esa noche. El cabeza de naranja desapareció para siempre, no estuvo más en las asambleas y reuniones, no se le vio en la casa de Cuca —quien dijo tampoco saber más nada de él—, ni siquiera sus compañeros de trabajo pudieron dar información.
Como todo lo que cae en la boca de los vecinos y se vuelve mito, comenzaron las versiones fantásticas sobre lo sucedido esa noche, cuando una vez más la parranda fue determinante en la vida política y social de la ciudad. Unos dijeron que Alberto se metió dentro de la fila de los muñecos cabezones y que —debido a las enormes proporciones que lo caracterizaron— nadie se dio cuenta de que estaba ahí. Luego tomó por la vereda del Carmen hasta Cabaiguán a pie y de ahí en un ómnibus hacia La Habana, donde se le habían asignado otras funciones como trabajador de una planta de asfalto. Otros aseguran que la masa tenía tanta rabia que en un acto de canibalismo despedazaron al hombre y escondieron sus restos en algún sitio de la villa. Esa versión, más increíble, fue repetida cientos de veces y sembró terror en no pocos. En una esquina de la Casa de la Cultura descansa el escobillón que se usara como arma popular de asalto y terrible advertencia.


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