El analista mexicano Alfredo Jalife habla de varios escenarios bélicos en una guerra mundial que ya estaría en curso durante la actual crisis de Ucrania. El papel de la cultura, de los símbolos y de los medios de comunicación ha evidenciado el peso específico que posee el plano del manejo de la verdad en cuanto a noción filosófica.
Sin ir muy lejos, a solo un clic en redes sociales tenemos un universo paralelo, donde se sitúan matrices que necesariamente responden a un interés de clase y de mercado, geopolítico, cuyas consecuencias se derivan hacia el plano de la realidad. Son famosos los usos de videojuegos por parte de televisoras para “ilustrar” los combates en los cielos ucranianos, así como la utilización de celebrities de la moda, las artes, la farándula en aras de reforzar determinado discurso, hacer que parezca cool, popular, estatuido, reforzado por el consenso de una supuesta mayoría.
De entrada, el propio presidente de Ucrania, Zelensky, es un actor conocido por interpretar el papel de Jefe de Estado en un show televisivo, lo cual lo catapultó al mundo de la política. La realidad como farándula, la confusión entre lo que existe y los deseos, el papel de la publicidad, son todos elementos de un mundo en el cual se pierden las fronteras; un universo de mezcolanzas de ideas, de preparados a tenor de los intereses.
Si no se tiene en cuenta esta noción, no se podrá entender por qué son tan importantes las impostaciones, las matrices, incluso mucho más que los hechos. En la preparación del entramado cultural en torno a Ucrania y la guerra con Rusia, no hay menciones a la actual situación de otros escenarios bélicos protagonizados por Occidente, con el saldo de muertos y daños de todo tipo. Si bien el mundo conoce de la Masacre en Faluya, nadie en la maquinaria cultural se interesa en usar ese episodio para vertebrar una genealogía de mitos, como sí viene ocurriendo en torno al tema ucraniano.
En la base, está funcionando la idea del occidente salvador, representado por un icónico Superman, que protege y dignifica a una agredida nación europea frente a un enemigo grotesco. Más allá de eso, los medios no informan, las redes confunden, los influencers destruyen las verdades y los intereses unen toda la sustancia con su sabor a rentabilidad.
En otras palabras, parafraseando a Jean Baudrillard, la guerra no ha tenido lugar, sino en el plano de la cultura. Con esto, no se niegan las víctimas, los daños, la herida irreparable, sino que la narrativa bélica, más allá de las verdades tangibles, acontece en las mentes de los receptores del entramado cultural. Los significantes anidan en las lógicas de los consumidores, siendo bloques de (des)información que encubren, que no explican, sino que opacan los hechos.
La instrumentalización de las ideologías en torno a Ucrania ha sacralizado a los seguidores de movimientos neonazis y los ha colocado en el plano de patriotas que luchan contra una potencia extranjera. Los niños muertos en las regiones del Donbass no existen, porque simplemente no se mencionan, los ocho años de bombardeos de Kiev a las provincias rebeldes no aparecen en los reportes de la narrativa, no hay héroes del lado de Rusia, sino solo villanos. El mundo se divide como en un filme de Disney entre la luz y la oscuridad, los buenos y los malos. La mente humana, de hecho, funciona a partir de estas estructuras cognitivas y suele razonar mejor a partir de los sofismas del mito, noción que subyace a los bloques de la propaganda.
La urdidumbre deja de lado la dureza y nos subsume en un universo Marvel en el cual todo pareciera mitológico, heroico, aventurero. Los periodistas hablan de guerra mundial como tomarse un vaso de agua, como si no nos fuese en ello la existencia. Se banaliza todo aquello que implique entender el fenómeno en su complejidad, los análisis bajan al nivel de un infantilismo exorbitante.
Hace décadas, la película Wag the dog, todo un clásico, ilustraba cómo las guerras se crean en los ambientes culturales e inciden en la percepción y la toma de decisiones de los públicos. En la cinta, un presidente que está a la baja en la popularidad logra inventar un conflicto, con héroes y villanos consabidos, para ir al alza. Hay incluso un famoso jingle en torno a un soldado que funcionaba como banda sonora del engaño encantador y que llegó a posicionarse, según la ficción, en el hit parade, siendo la operación de manejo psicológico todo un éxito. El conflicto de Ucrania es real, pero no lo son las matrices. Se evade la explicación geopolítica y la historia más reciente de agresiones de la organización bélica de la OTAN, para culpar de todo a una Rusia a la cual le endilgan toda una retahíla de adjetivos y mitologías.
No poseemos aún la forma de contraponer a la hegemonía cultural una propuesta igual de poderosa, porque la estructura cognitiva del humano de este siglo sigue estando condicionada por el alto volumen de propaganda. Salirse de las matrices y adueñarse de una postura propia es dejar de ser pensados y ponernos a pensar. No se trata de teorías de la conspiración, sino de nociones que flotan por encima de los hechos y que los sustituyen, haciéndonos esclavos de la falacia.
Hoy el plano de la cultura, del entendimiento, es mayor y más decisivo, trascendente. Las noticias falsas, de hecho, matan, sirven para ganar o perder una guerra, inciden en las decisiones y transforman el accionar. No es que el lenguaje genere realidades, sino que es parte esencial de la realidad.
La espectacularización de la guerra, su uso con fines políticos y de rentabilidad será uno de los temas de la agenda cultural de este siglo. Ya desde antes, en enfrentamientos como la Guerra de Crimea en 1853, se vendían viajes turísticos y contemplativos para la burguesía británica con el fin de presenciar bucólicamente las cargas de caballería.
El tema del show, de la transformación de la verdad, de la muerte de los hechos y la sobrevida de las interpretaciones, ahora transcurre en las redes, en las cámaras de eco de los grupos de Facebook, en los hilos de Twitter…, donde se pierde la necesidad de un apego a lo objetivo y se torna hacia la emotividad del debate.
En esta posmodernidad, especie de lago de fuego donde se cuecen las ideas, no existe ya un asidero para fundamentar un criterio sólido, sino solo los intereses a partir de los cuales surgen las imposiciones. La corrección política sustituyó a la búsqueda científica, la divinización del criterio de la estructura mediática hace insignificantes determinados hechos.
Para Baudrillard todo esto era irreversible, e incluso el propio autor se refería al fenómeno con no poca sorna. Sin embargo, los muertos, los daños a las economías, las heridas emocionales de todo tipo sí inciden en el entramado de la vida. Hay un dolor objetivo que no cesa aunque las matrices lo ignoren o lo nieguen. La realidad vilipendiada choca contra los laboratorios de la mentira y hace añicos cualquier miserable engañifa. Pero, en el proceso, millones fueron manipulados, otros tantos lo perdieron todo y la humanidad en conjunto retrocede a los estadios inferiores al pensamiento mágico.
Más allá de la posmodernidad, la guerra real sí ha tenido lugar, ya que destruyó ciudades, sueños, subjetividades que antes existían. La trama belicosa retiene el derecho de la gente a la felicidad y lo transforma en llanto. Todo esto es objetivo, concreto, histórico. Si algo nos enseña este siglo XXI reside en lo necesario del rescate de categorías de pensamiento que permitan entender más allá de los intereses, explicar más allá de los medios masivos, educar por encina de las diferencias impuestas por la sociedad clasista. Ese fantasma, el de la objetividad, recorre el mundo y amenaza con hacernos despertar de esta pesadilla mediática y cultural que corroe la razón y nos llena de monstruos.
Decir hoy que la guerra ha tenido lugar, no es una referencia baladí ni un simple mentís a las tesis de Baudrillard, sino la afirmación consciente de una ética humanista, pacífica, que intenta ver los hechos y desmenuzar su esencia para que no se repitan.
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