Cuenta una de las tantas leyendas literarias que Oscar Wilde, a su muerte, solo atinó a quejarse de las horribles y chillonas flores que estaban estampadas en una pared. La historia se deshace en fábulas y llega hasta nuestros días en forma de hilachas, meandros de significaciones que serán decodificados por quienes leen cual augures y elaboran tesis, propuestas, metáforas. El cultivo de la ciencia que mira hacia el pasado nos dice que detalles como las flores durante el deceso de Wilde son nimios, que poco dicen en cuanto a los hechos de peso. Pero últimamente surgen otras ramas, esas que van a lo minúsculo y ven en un plato o en una vajilla el material suficiente de cientos de libros.
Los historiadores están a medio camino entre el poeta y el adivino y aún así tienen que hacer ciencia. No hay per se una lectura clara y eficiente que se automanifieste, sino que la corriente va desde lo interno y abarca detalles y frases, personajes y sitios, anécdotas y percepciones morales. La muerte de Sócrates, inmortalizada por Platón en sus diálogos, queda como un tema de la antigüedad, casi pétreo, inmanente e inalterable, pero ¿realmente podemos saber el suceso, hemos tenido acceso a la exactitud, estuvimos presentes? La historia pudiera ser hasta cierto punto un género literario, por su cercanía con la ficción y con la narrativa más exigente. El autor español J.J. Benítez, por ejemplo, es un periodista que se destaca por llevar sus investigaciones a la novelística. Su clásico El Caballo de Troya abunda sobre un viaje en el tiempo que permite conocer la persona directa de Jesucristo. El escritor juega, de esta manera, con la posibilidad de hacer tangible el mito y desdibujarlo en sus márgenes con los hechos, con la belleza de lo historiográfico, con sutilidad de quien sabe hilvanar el arte.
Y cuando otros grandes hicieron su obra, como Saint John Perse en la poesía, la historia y el mito estaban ahí agazapados como términos fundantes de un arte y de una estética muy peculiares. No se puede partir de la nada para hacer imaginarios, sino que el hecho y su lectura vertebran las propuestas, las composiciones, las construcciones culturales y creativas. El pasado nos sirve como un referente perenne a la vez que un juez sabio y severo. El humanismo, corriente renacentista, tomaba sus temas de las ruinas griegas y romanas.
Otro tanto los románticos, para quienes el presente era aborrecible, incluso figuras como Byron prefirieron morir en un gesto heroico como quizás hicieran los últimos caballeros de índole medieval. No se puede hacer una imagen sin sus cimientos, sin que esté fijada en una verdad ya ida, ya pretérita, pero que es la sustancia que subyace y atraviesa, que da sentido y colorea, que posee la savia intensa de la vida y que insufla de aliento. En un fragmento de la citada novela de Benítez, el protagónico se acerca a Jesucristo y este reconoce al hombre del futuro, le hace un gesto divino, brillante y lo convoca a la unión en el mito. Nada de eso fuera posible para el artista sin que hubiese existido ese pasado real, ese hecho, esa persona.
Honoré de Balzac, por ejemplo, sabía que la historia era la base de sus obras y se cuenta que podía pasar horas en un café, recogiendo anécdotas que llevaba de forma automática al papel. Esa pudiera ser una técnica de las que hoy tanto nutren las nuevas escuelas concentradas en lo micro. No hay un personaje de la Comedia Humana que no se parezca a alguien que haya existido, incluso que sea familiar, cercano, que nos suene de alguna parte. Esa trascendencia de los hechos pasados se ha ido perdiendo con las visiones posmodernas donde lo importante es quien lee e interpreta y no el hallazgo de una objetividad mecanicista.
Sin embargo, por mucho que reine la metáfora, el horizonte de la historia está allí para cimentar imaginarios, eras, mitologías y poéticas. El cine de autor por ejemplo no puede prescindir de esos cimientos: Woody Allen en Amor y muerte hace una especie de pastiche y homenaje a La guerra y la paz de Tolstoi, donde los temas que hacían inmortal al genio ruso aparecen desfigurados por un humor sarcástico que trivializa y achica, que lleva a otro tipo de cuestionamiento. Hoy la historia puede incluso ser una farsa, ya lo dijo Foucault: en las sociedades del control lo importante no es reprimir lo específico, sino que la totalidad se halle reprimida. El todo es falso, tiene aristas oscuras, resulta dañino y pudiera ser (es, de hecho) hasta una cárcel. Ya no hablamos del hallazgo de esa objetividad positiva del pasado: los hechos pasaron a ser esclavos de las interpretaciones, de los medios, de los propietarios, de aquellos que manejan la academia más allá del profesorado.
Los temas históricos son omnipresentes, se manifiestan como los dioses o como sombras. Jean Baudrillard dice que la guerra del Golfo Pérsico, esa que vimos a través de canales de televisión, no tuvo lugar. Sin embargo, tal es la referencia que se tiene a la hora de vertebrar un análisis, una búsqueda, incluso una causa social para un movimiento o partido. Las flores presentes en la habitación de Wilde, de esta manera, pudieron nunca estar. Todo es subjetivo, se derrumba, cae, es moribundo y a la vez lleno de una vida rara y ambigua. La posmodernidad ha tenido muchos males, pero ayudó, al menos, a volvernos al fantasma de la duda y de ahí a la investigación en serio de los hechos, a la humildad de reencontrarnos con nosotros mismos y nuestras raíces. Ese momento de desarraigo nos llevó al fondo y desde allí hubo que recomenzar la búsqueda.
La historia no puede irse de los anaqueles, no se evapora, no es líquida. Pudiéramos decir que se trata de esa materia a veces manoseada burdamente que sirve de fundamento o no a determinado sofisma, pero sin ese acercamiento se nos hace duro aprender y desaprender. No se trata solo de que la Humanidad no cometa los mismos errores, sino de que vaya hacia mayores aciertos. A veces pareciera que no hemos visto la enseñanza que encierran determinados fracasos y catástrofes. En un filme español de reciente data, El fotógrafo de Mauthausen, un preso de un campo de concentración se dirige a un ensimismado oficial de las SS. La escena cuenta con la banda sonora de un piano que lanza los acordes de un adagio sostenido de Beethoven. El militar, con un gesto enternecido, detiene con un disparo el avance de su víctima y sigue escuchando la melodía. La brutalidad y la delicadeza en un mismo ser humano, aunadas para resultar complejas, alucinantes, incompresibles. Una lección que viene hasta el presente en forma de cine y que nos habla de determinadas actitudes fascistas, que no por mortíferas son menos actuales, dañinas, engañosas. La historia como monstruo que se manifiesta de forma cíclica y que nos espera en el recoveco de un laberinto.
Las flores de Oscar Wilde, así como la famosa escena de Balzac en el café, integran el universo siempre mítico de la cultura, la dimensión inabarcable e inexacta, subjetiva de una verdad que nos sustancia y constituye. Historiografía que fluye y que es a veces un mar, otras un apenas perceptible río en la corriente de las sensaciones, los conceptos y las percepciones morales.
Historia al fin y al cabo.
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