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viernes, 15 de noviembre de 2024

Las maracas de «Vivo» o la otredad manufacturada

Vivo es una producción correcta desde lo técnico, sobresaliente en lo sonoro, pero escasa en cuanto a la profundidad de sus propios asuntos...

Senén Alonso Alum en Exclusivo 02/07/2022
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Fotograma película animada Vivo
Vivo es una producción correcta desde lo técnico, sobresaliente en lo sonoro, pero escasa en cuanto a la profundidad de sus propios asuntos.

Cada tentativa animada implica una ejecución artística. Desde sus inicios a esta parte, los estudios de animación han experimentado un progreso técnico, devenido diligencia estética —regocijo en la corrección exquisita de la imagen— que mitiga rudezas, pule incorrecciones. Asimismo, la creciente disponibilidad de recursos ha contribuido a estandarizar cierta calidad de animación, (mal)acostumbrando al espectador, formulando en su propio estilo el canon y la pauta.

Amparado en esta circunstancia visual, el consumidor multiplica su atención, se detiene sobre otros aspectos de la obra, señalando tintes de relevancia en el desarrollo de personajes o en la amplitud temática. Ya lejos del fiasco universal que resultó The Emoji Movie (2017), pero sin los galones suficientes para emular lo alcanzado por Spider-Man: Into the Spider-Verse (2018), la más reciente incursión animada de Sony Pictures transmite sensaciones encontradas.

Vivo (2021) llega envuelto en un cromatismo festivo y delirante, arropado de armonías sensuales que remedan la cualidad «exótica» del Caribe, siempre liviano y disfrutable. En otro intento por ensanchar su catálogo, el inventario audiovisual de sus propuestas, Netflix se hizo con los derechos de distribución del filme, ofreciéndolo en su plataforma de streaming desde el 6 de agosto de 2021. Bajo la dirección compartida de Kirk DeMicco y Brandon Jeffords, esta pieza inaugura el repertorio musical de Sony, consagrando a Lin-Manuel Miranda como uno de los letristas más notables de la actualidad.

El protagonista homónimo (en la voz del propio Miranda), un kinkajú proveniente de Centroamérica, ha descubierto en La Habana Vieja un hogar, una pasión y una familia. Andrés Hernández (Juan de Marcos González) toca el tres en plazas coloniales de la capital cubana, al tiempo que cultiva una paternidad generosa, sensación ignorada por Vivo hasta ese entonces. Mixturados en una dupla de éxito en el entorno callejero, ambos artistas deleitan a propios y extraños, colman de ritmo el barrio. Dicha estabilidad afectivo-laboral se ve trastocada, sacudida en su fibra más íntima al recibir una misiva desde Miami.

Marta Sandoval (Gloria Estefan), personaje que parece inspirarse en la grandísima Celia Cruz, invita al tresero —su antiguo compañero musical— a presentarse en una suerte de concierto-ceremonia, concierto-clausura. Impulsado por una desgracia, Vivo asume un propósito peregrino y admite como propia la voluntad de su tutor, proponiéndose la entrega de una canción que confiesa —con décadas de tardanza— el amor profesado por Andrés.

Ambientado en una ciudad vintage, repleta de palmeras que «tropicalizan» todavía más el espacio urbano, el largometraje seduce durante sus primeros compases. La melodía cubana irrumpe en reclamo de su público: Andrés pulsa con limpieza las cuerdas de su instrumento, en tanto su secuaz sonoro percute sobre bongó y tumbadora, desata el estruendo del platillo. La sensualidad oceánica del Malecón acoge las relaciones de este microcosmos citadino, admitiendo en su contexto el hábito de la guayabera, el trasiego continuo de «almendrones» y la resonancia coloquial de nuestro léxico, con preeminencia pare el «asere» y el «qué bolá».

Este manojo de estereotipos no contamina (sobremanera) la disposición argumental del filme, no desencaja en el conjunto de la obra. De hecho, la repentina desaparición de estos aspectos étnico-culturales resultan, acaso, el punto más bajo de la película. Así, Vivo emprende su odisea caribeña con la férrea determinación de vincular el sentimiento de Andrés, discreto y perdurable, a la vitalidad encendida de Marta.

Vivo
Vivo

Este viaje implica, sobre todo, dos circunstancias narrativas de relevancia: la adquisición de un variopinto grupo de aliados, desde Gabi (Ynairaly Simo), la extrovertida sobrina nieta del tresero, hasta Dancarino (Brian Tyree Henry), un pato espátula abrumado por su propia timidez; en segundo término, la ruta trazada hacia Florida opaca el protagonismo geográfico de nuestra isla, diluyendo el peso de la cultura cubana en beneficio de una aventura genérica, despojada de repercusión emocional. A medida que avanza la cinta ingresamos en un producto de visualidad sugerente y bien lograda[5], aunque poco memorable en su propuesta anecdótica.

Vivo abarca en su metraje el despliegue sutil de varios tópicos. La emigración en el ámbito artístico, personificada con exactitud en Marta Sandoval; los ecos de la cubanidad latente en territorio estadounidense, sus nexos con la isla madre; y la presentación de una cuestión cuasiambientalista que pretende concientizar sobre los Everglades, conforman el sustrato temático de la pieza, su fundamento sensitivo. Aun así, el asunto que vertebra la trama parece atascarse, degenerando en una fórmula convencional, menos atrevida. El restablecimiento del amor entre dos sujetos apartados por el mar, cuyo vínculo se funda en la música y la realidad cubana, cede paso a una frívola excursión que atraviesa el pantanoso entorno de Florida.

Vivo
Vivo

La otredad tiene nombre en Vivo. El escenario latinoamericano, su «mística» ancestral, cautiva a los realizadores extranjeros. Desde una perspectiva foránea, casi cualquier proceso sociocultural de nuestra región —ya citadina, ya rural— posee las condiciones indispensables para sorprender al espectador ajeno. Habiendo alcanzado sus más altas cotas de calidad en lo referido a la música y la animación, este largometraje ofrece en su representación de la estancia habanera una carnada sensorial, cebo para el aficionado que acusa —como yo— un culto a las delicias del patio.

Vivo es una producción correcta desde lo técnico, sobresaliente en lo sonoro, pero escasa en cuanto a la profundidad de sus propios asuntos. Cumple su objetivo como entretenimiento familiar, ingrediente para un domingo de sosiego en compañía de los más pequeños. Pero hasta aquí. No mucho más. A pesar de todo, debo admitir que supe deleitarme en el retrato de mi isla, liviana y disfrutable en la ficción: mucho más condimentada en la realidad.


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Senén Alonso Alum

Licenciado en Filología. Investigador literario en el Centro de Estudios Martianos, poeta en proceso, narrador que se construye.


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