En uno de los cuentos más memorables de Onelio Jorge Cardoso se habla de que el ser humano posee dos hambres: la del cuerpo y la del alma. Hace años, cuando iniciaba mi vida laboral en una emisora de una ciudad costera, realicé una serie de programas radiales en forma de crónicas acerca de la oralidad y la mitología de la región. Los trabajos incluyeron entrevistas a algunos de los pobladores que vivieron o recordaban los episodios (muchos de índole paranormal). Aquel raro periodismo, que no versaba sobre hechos, sino en torno a especulaciones, hipérboles imaginativas y asombros, me dio la posibilidad de conocer el testimonio de varias personas acerca de la Llorona de la Calle de la Mar, uno de los cuentos de fantasmas de San Juan de los Remedios, que data del siglo XVIII. Para mi sorpresa, no solo se conservaba intacta la narración, sino que la gente me aseguró haber visto alguna vez o escuchado al espectro. Con la certeza de quien no miente, una de las entrevistadas me decía que la mujer salía llorando desde el final de la calle, cruzaba la barriada y se desvanecía en la puerta de la iglesia.
A veces uno cree que las grandes coberturas están en las ciudades cosmopolitas, en esos acontecimientos plagados de personalidades, embajadores, recepciones. La vida me deparó, también, estar presente en sucesos así, pero nada como sentarse junto a un vecino, para oír y hacer transcripciones acerca de las leyendas de pueblo. Otra persona me contaba cómo una noche, cuando venía de unos carnavales en Vueltas, llegó al parque de Remedios y sintió los gritos de la Llorona que venían hacia ella. Fue la experiencia más espeluznante de su vida, al punto de asustarse incluso en el momento de darme su testimonio. Para los habitantes de esas zonas silenciadas, de barrios periféricos, la existencia cobra dimensiones mayores a partir de sucesos así, ya sea fruto de la imaginación o de experiencias inexplicables. Como la señora que me contó que nunca salía de noche, porque le tenía miedo a la luna, un temor irracional, solo fundamentado a partir de un sistema de creencias muy suyo.
La radio posee la magia de la conversación. Allí no es necesario que se hable de forma ampulosa, ni original. Las palabras son las que son. En las crónicas del pueblo no solo se expresaba la gente, sino que la música dibujó cada contorno con sabor local, utilizando unas veces melodías de Lecuona o Caturla, otras mediante cuidadosos trabajos de selección en los archivos sonoros de la emisora. En una ocasión, cierta colega me advirtió que pasaría como la trasmisión de La guerra de los mundos en versión de Orson Welles: la audiencia, crédula ante los sucesos sobrenaturales, terminaría cometiendo locuras. Pero el periodismo establece un pacto, una especie de suspensión de cosas, para que el mensaje transcurra sin perder ninguno de sus encantos. Más allá de las leyendas, las crónicas querían que nada de lo que es cotidiano y entrañable se fuera en los entresijos del tiempo. Caprichosa manera de establecer un nexo entre lo profesional y lo afectivo, entre lo serio y la exageración. Luego de cada una de las emisiones, otros oyentes me llamaban para decirme de historias parecidas que vivieron o les contaron. Todo el material no pudo radiarse, porque a veces las anécdotas eran reiterativas: la aparición de un perro negro en los caminos aledaños, voces en determinadas viviendas antiguas, fantasmas y seres extraños que la gente describía de mil formas. La idea era esa, buscar en lo inmanente, en el imaginario, despertar ese pasado, esa metafísica.
(Ilustración: Ángela Olarde)
Aún conservo algunas grabaciones, como aquella donde un portero me narraba las apariciones de la familia de Alejandro García Caturla en la casona familiar. No solo sonaba el gramófono del zaguán, sino que Berta, una de las hermanas, ataviada con un vestido de época y con una bufanda de piel de zorro, invitaba al trabajador a un baile que muy pronto habría de celebrarse ¿en el otro mundo? En las ciudades viejas suceden estas cosas, que a veces no son más que los deseos de los vivos por conocer a los muertos. Un anhelo que cuenta con cierta peligrosidad, si se mira desde un punto de vista lógico y racional, pero que es propio de una gran salud imaginativa.
En otra ocasión me di a la tarea de documentar los vestigios que quedaron en la villa de aquella pelea cubana contra los demonios del siglo XVII que reflejara en su célebre libro Don Fernando Ortiz. Para mi sorpresa, no solo hay creencia en estos seres sobrenaturales, sino que pervive en los remedianos cierto orgullo por haberse enfrentado a ellos y permanecido allí, cuando una parte de los lugareños atemorizados emigraron para fundar Santa Clara. Más de un testimoniante dijo que era descendiente de los “guapos” que comerciaban con piratas, de los hombres fuertes de la costa que vivían a su manera y en libertad. Lo cierto es que, según narra la historia, en las actas de bautizos de Remedios hay un apellido que constituye una marca del paso de los forajidos por estos lares: del Mar. Cuando alguien lo lleva, casi de seguro es hijo de un pirata con alguna remediana. Durante las operaciones de contrato y contrabando, las mujeres de la villa eran raptadas hasta los barcos de los bandoleros, quienes de inmediato pedían un dinero por el rescate o facilidades comerciales. En tales episodios, muchas resultaban embarazadas y terminaban dando a luz a lo que entonces llamaba un bastardo. Lobos de mar y demonios eran casi la misma cosa para los villareños de entonces, por lo cual la victoria por partida doble es un trofeo sobrenatural muy celebrado.
Tras mi salida de la radio (medio al que he vuelto hace poco más de dos años), las crónicas remedianas dejaron de radiarse. El periodismo del hecho diario y perecedero volvió a prevalecer. Las coberturas, las reuniones, los informes. No obstante, hay una metafísica que pervive en la leyenda y que la hace permanecer aunque nadie la mencione en los medios o en los libros. Pareciera que un ente espiritual, una especie de hambre del alma la sostuviera. De eso hablaba Onelio Jorge Cardoso en su famoso texto El caballo de coral, quizás porque como autor profundo y popular, él sabía que nada hay más hermoso que lo cotidiano y sencillo.
He estado en esas grandes recepciones, casi puedo describir cómo iba vestida la familia real británica durante su única visita a Cuba; pero como Remedios y sus sonidos anecdóticos no podrá jamás haber periodismo alguno. Lo saben los fantasmas incluso, que, si existen, también desandan estas líneas.
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