lunes, 23 de septiembre de 2024

Otra belleza posible más allá del miedo

Julio Cortázar inició un cambio en el sentido narratológico y por ende trajo consigo las luces de un nuevo mundo y de un redescubrimiento del ser…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 14/07/2023
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Rayuela, de Julio Cortazar
Cuando se inicia la lectura de Rayuela, hay la sensación de ese peligro y de que a cada paso hemos de tomar las medidas de seguridad, para que el mundo creado no usurpe con su fuerza el que nos toca. (Pinterest)

Hay novelas que expresan una época, narran los sucesos históricos y el alma de quienes estuvieron imbuidos en las dificultades y las amenazas más crudas de las circunstancias. Pero a la vez existen obras extraordinarias que más allá de su tiempo poseen la capacidad de eternizarse. Los tipos representados sobrepasan lo meramente inmediato y se tornan arcos dramáticos que perduran y que sostienen la viveza de otras realizaciones. La obra de Julio Cortázar es así. No solo se trata de que con este escritor se concretó el cambio narrativo del siglo pasado, ese que trastocó la estructura, sino que a partir de dicha deconstrucción todo fue posible en el mundo de la ficción. Una tabla al inicio de la novela Rayuela nos sugiere varias formas de asumir la lectura y por ende el consumo cultural. El concepto de recepción es llevado al paroxismo y se destruye a martillazos esa percepción dura de la escritura como un acto de inviolables leyes formales.  Cortázar había iniciado su creación admirando a Poe, a los héroes de la literatura más macabra y rompedora, pero más allá de aquella iniciática fascinación, su camino fue duro. A medio estar siempre entre Europa y América, tuvo que rehacer su identidad con las hilachas que le iban quedando de la infancia y la adolescencia. Esto impactó en la concreción de un discurso que no posee una formalidad aristotélica clásica, sino que juega con este concepto y lo tira en la cara de los formalistas y retrógrados que quisieron negarle su derecho a la gloria.

 

Rayuela narra la historia de una relación entre dos personajes, por un lado, Oliveira y por otro La Maga. Se divide en zonas geográficas y en temáticas intimistas de búsqueda interior. Pudiera decirse que en cierto sentido se respira la deuda con el romanticismo y las obras de aprendizaje en las cuales existe una evolución del sujeto a partir del hallazgo y de la pérdida de un sentido de la existencia. Por ello, Cortázar hace una relectura de la tradición y le imprime un sello muy suyo, al punto que deforma intencionalmente tanto en lo aparente como en el contenido las cuestiones acuciantes de esta vertiente literaria. Él no quiere narrar lo mismo, ni que lo lean de la misma manera, sino que juega con el punto de vista del lector y lo invita a construir su propia trama. Una de las formas de leer la obra es al azar, por donde a la persona más le interese. Hay un interés lúdico inevitable en estas intenciones y de ahí el título de la novela. A la vez, existe una voluntad de rompimiento que bebe del pasado de la creación, lo destruye y lo convierte en una broma. La ironía comienza a sentirse desde la misma forma en que se erige la obra. Por ello, más allá de interpretaciones desde el posmodernismo, Cortázar es uno de los impulsores del cambio narratológico en el continente y una figura que no ha sido superada en tal sentido. El propio José Lezama Lima quedó fascinado cuando tuvo en sus manos un ejemplar de Rayuela y elogió el inmenso laberinto que ello significaba. Y es que Cortázar rescató, también, de las manos del olvido, esa noción mitológica de la literatura que la concebía no solo para expresar belleza, sino para desentrañar significados. Cada quien posee su propia Rayuela a partir de la experiencia de la lectura. Y ello quiere decir que hay tantos mundos posibles como miradas. Se pondera la libertad del lector, que se adentra en la trama desde sus intereses, dolores, visiones y antagonismos muy particulares.

 

Se sabe que Cortázar no fue un niño feliz y que tampoco en el amor tuvo tantos aciertos. La vida singular del autor impacta la hechura de los personajes. La Maga es más el arquetipo de mujer que la mujer en sí, ella posee las alusiones mágicas a un ser que se interesa por cuestiones sensibles, internas, más allá de la simple cotidianidad. En cambio, Oliveira posee el alma del creador inquieto, atribulado por un sentimiento de soledad apremiante y que no se sacia con la simple presencia de otros humanos. Para esa dualidad de caracteres hay una solución aparente y es la aparición del niño Rocamadour, cuyo nombre toma el de una localidad francesa cercana a Burdeos. La enfermedad del bebé es vista como una especie de somatización de la querella del siglo entre el ser y el pensar, entre el mundo ideal y su concreción física, entre las aspiraciones y la frustrante valla que impone la vida.  Para Cortázar los conceptos estaban claros, pero debía llevarlos a una praxis narrativa, a un plano de lo contado que no dejase fuera ninguno de los elementos de la tragedia de sus personajes. En la universidad tuve una profesora de filosofía que crio a su hijo siendo madre soltera y por las noches, cuando la criatura despertaba llorando, recordaba a La Maga y su lucha contra las dolencias de la infancia. Un bebé es algo muy frágil, que aún casi se debate entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Posee de esta forma una esencia proteica que está a punto de tornarse su contrario. Nacimiento y deceso van de la mano y representan un miedo perenne para los padres. Por eso, la metáfora de Rocamadour es sanadora, pues trae los dolores de toda una existencia y también la ilusión de la felicidad, del crecimiento, del gozo. Toda luz posee un precio que hay que pagar y de eso está consciente el autor cuando recrea estas escenas.

Más allá del simple amor de pareja están las concreciones esenciales, metafísicas, que tejen un universo de símbolos.

 

Cortázar como deudor de la gran tradición de Francia finisecular, cuando los poetas de la Bella Época se reunían en los bulevares para leerse obras y beber el famoso ajenjo. Toda novela que toque estas cuestiones de contexto va a estar contaminada por el gran pasado literario y por ende no se puede liberar de la sujeción de un poderoso universo europeo cultural. Sin embargo, Rayuela es muy latinoamericana.  Con ello se quiere decir que lo local no es otra cosa que una mundialización de los conflictos internos, un entendimiento más allá de los formalismos y un desentrañar más profundo que el mero hecho de enumerar ambientes cotidianos o folclóricos. Cortázar, como Borges, entendió que el continente no solo es lo que vemos, sino lo que está oculto e incluso lo que llevan dentro de sí las personas cuando se marchan.

 

No hay solo un simple fichaje de la realidad, ni un comprenderlo todo desde el fatalismo del subdesarrollo, sino la victoria de quien emprende el camino de la belleza a partir de los riesgos y de la soledad iluminadora. Cortázar representa para los lectores una especie de héroe que los liberó de las ataduras de asumir la literatura como un acto de mero aprendizaje disciplinado. Rayuela es un juego y debe entenderse como tal. Posee el encanto de la infancia y también su fragilidad. La esencia proteica que pudiera desaparecer en cualquier momento, la cualidad hermosa de lo efímero, de lo que pasa y deja una huella memorable. Por eso, la libertad en la forma de asumir la cultura resulta una esencia irrenunciable y más que un experimento se presenta como el logro de muchas generaciones que vieron en Cortázar un referente.

 

Hay muchos paralelismos entre Bomarzo, la famosa novela de Manuel Mujica Laínez y Rayuela, pero donde estas dos gigantescas murallas se tocan es en el sentido de la vida. Son valladares que respaldan el derecho de la humanidad al sueño y las aspiraciones más elevadas. Se trata de fortalezas que han logrado que una permanencia y un encono contra el olvido. Láinez y Cortázar, como Borges; conforman el entramado de una transformación en lo formal y en el contenido, que dio paso a una existencia más trascendental. América y el mundo les debe demasiado.

 

La división entre el lado de allá y el lado de acá en Rayuela es una metáfora que nos indica la permanencia de dos mundos en nosotros mismos. La unidad entre los opuestos da lugar a la maravilla de la creación y al entendimiento de una singularidad humana. He allí el legado que nos dejan estos grandes a su paso por el tiempo terreno.

 

Muchos años antes de su muerte, en la cúspide de su carrera, Cortázar les daba entrevistas a las televisoras del mundo. En una de las más memorables, con el programa A fondo de España, el autor retrataba las mil vicisitudes para hacerse escritor.

Pero la más dura fue cuando supo que estaba solo en el mundo y que lo mucho o lo poco que iba a lograr se lo debía al esfuerzo y a una suerte de azar. La fiereza de esta revelación lo acompañó hasta el final, cuando las figuras de su obra demostraron que trascienden toda muerte terrena. Es fácil elogiar a Cortázar ahora que es casi un ícono de la literatura, pero pareció casi una locura cuando en su buhardilla escribió los papeles de una obra informe, rara, que sostenía la belleza de la precariedad y de la constante deconstrucción. Un libro no es otra cosa que el artefacto más poderoso del universo, capaz de matarse a sí mismo. Cuando se inicia la lectura de Rayuela, hay la sensación de ese peligro y de que a cada paso hemos de tomar las medidas de seguridad, para que el mundo creado no usurpe con su fuerza el que nos toca. He ahí la manera en que Cortázar nos muestra lo que debemos hacer con el punto de vista y con los acercamientos a la obra.  Ese azar, ese dolor de la soledad, condujeron a la gloria, pero, como todo bebé, la esencia proteica va entre la vida y la muerte y nos asusta a cada paso con los llantos de una enfermedad omnipresente. A esa sensibilidad se nos conduce en las páginas, ya que no hay otra belleza posible más allá del miedo.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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