Ramiro Guerra fue sin dudas y será una figura entre los grandes de la cultura cubana. Formado en medio de un país en constante transformación, su camino no estuvo libre de los escollos de las contradicciones ni de la incomprensión malsana, pero la obra se erige como la más sólida no solo como coreógrafo, sino como escritor, ensayista, pensador. A este hombre le debemos la comprensión de la cubanidad desde las piezas danzarias, la reelaboración de los mitos que conforman las bases sociales y culturales. Quien revise sus ensayos hallará más que reflexiones críticas en torno al fenómeno de las artes, verdaderos aportes a la construcción de un entorno histórico, político y filosófico. Era un intelectual en toda la extensión, que vivió humildemente, consagrado a escribir, a trazar un legado en la danza, a ser feliz con ese recorrido.
Quienes lo conocieron, saben de incoherencias de la época, de zancadillas que impidieron sobre todo en la década de 1970 que el creador avanzara con ambiciosos proyectos. Por ello el escritor suplía con creces lo que la realidad le frenó en su momento al coreógrafo. En las piezas de Ramiro Guerra no iba solamente la técnica, sino una propuesta, un más allá que replanteaba todo y que quedaba como un lenguaje nuevo, imperecedero, revolucionario. Por ello, quienes hoy acuden a la danza como un medio de expresión hallan que estos presupuestos ya fueron establecidos, puestos a funcionar y llevados al límite por el genio cubano. Ramiro Guerra pasó al plano trascendente en 2019 y quienes ejercíamos la opinión en los medios de prensa cubanos vivimos con pesar esa pérdida, algunas esvuelas periodísticas de colegas no fueron del todo satisfactorias pues persistían en determinados estancos cierto desconocimiento e insensibilidad hacia él. Pero la ignorancia y la oscuridad no tendrán siempre la clave y todos han debido reconocer la luz, la sabiduría y el amor por una belleza que no perece, sino que se inscribe con fuerza. Sin que nos quede rubor, debemos decir que Ramiro Guerra nos supera y que es nuestra asignatura pendiente, tanto para la crítica, como el país todo.
¿Será suficiente una jornada como las que se realizan cada año para recordarlo? Más allá de eso, hay en este autor una enseñanza mayúscula que debe incluirse en los catálogos de estudio y en los libros imprescindibles. No se le debe nombrar solo para abordarlo desde la danza, sino como intelectual que desde la totalidad aportaba y ofreció una visión diferente sobre la nacionalidad, la cultura y lo identitario. También, sobre lo formal y lo estético, Ramiro Guerra nos mostraba el camino de un horizonte participativo en el cual todo lo que parece sacro e intocable se baja de los altares y camina junto al público. Este acto profano no empaña, no obstante, la grandeza de los símbolos presentes en la obra del artista, ni hacen que retroceda ninguno de los valores que sin dudas posee. Simplemente Ramiro Guerra fue un democratizador nato de toda la historia, de las raíces y de Cuba. Su manera de acercarnos a la esencias fue la danza, pero su finalidad era que se repasara todo lo que fuese importante, para darle una visión otra, una ojeada más allá del folclor, una que viaja hacia el alma colectiva y que renueva los cánones interpretativos. Así debemos verlo, no desde el cómodo asiento en el teatro, sino junto a los danzantes, en una obra que no solo pertenece al escenario, sino a la cotidianidad, a la desacralización, a la caída inevitable del hombre común que no logra entender del todo el largo, profundo y contradictorio universo en el que nace y muere.
¿Podremos ser merecedores algún día del legado de este artista? Más allá de las jornadas, persiste la marca de que su nombre se conoce en espacios especializados, se le estudia y respeta, pero se requiere de un sitial más alto y justo. La historia no va a volver, pero las cosas en el presente pueden cambiar y hacerse mejor. Ramiro Guerra es un autor que nos legó lo mejor de su vida en tiempos de dureza, que construyó un país danzario, una crítica especializada, un horizonte. Es un fundador, un conquistador, uno de esos que va adelante abriendo las malezas con la obra filosa, con la certeza de que la historia no es algo intocable, sino que la puede y debe moldear, hacerla propia, tratarla como a un ser cercano y sin ambages. Es tal la manera en que se tiene que asumir a Ramiro Guerra, como un filósofo de la danza, como una figura que escribió sobre un país y supo descubrirlo a la manera de Colón, Humboldt o Fernando Ortiz. Si no lo hemos visto de esa manera es culpa nuestra, es incapacidad de nosotros quienes estamos en un plano más simple y pedestre de la realidad y no poseemos las alas, ni la inmortalidad. Por ello lo requerimos, lo honramos, lo ponemos en su sitial.
Más allá de lo cubano visto como una estampa colonial, está la obra danzaria que supo imbricar la Isla en lo totalizador del lenguaje clásico. Nos dio, de esta manera, un soplo universal que justipreció a Cuba como una nación de peso en los planos estelares de la identidad cultural. Su mayor enemigo era la desmemoria, contra la cual luchó toda la vida, pero no como fenómeno físico e individual, sino como mal histórico que nos lleva a repetir errores o a no respetarnos lo suficiente. Siempre, quienes lo conocieron, daban fe de un hombre que poseyó una fuerza capaz de generar tensiones inmensas, pero que con esa inquietud también creaba, fundía lo viejo y forjaba lo nuevo. Era necesario el dolor del parto, eran inevitables las contradicciones y, quizás, hasta las incomprensiones. Lo que sí resulta intolerable es el olvido. Nada puede acallarlo, nadie tiene el derecho a echarle encima una paletada de tiempo, para que fenezca. El artista sabe cómo seguir volviendo a la vida toda vez que se le desconozca.
En el periodismo hay notas mejores que otras, hay recordaciones que se hacen con más o menos justeza. Pero Ramiro Guerra existe por sí mismo, más allá del gesto que se le ofrezca. Es una entidad que pervive y que sobrepasa el abismo temporal de estos planos. Si se le nombra habrá justicia, se le estará dando lo que merece, pero, si no, él seguirá en ese horizonte imperturbable de grandeza, mientras los olvidados somos nosotros.
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