Barack Obama es el primer ocupante de raza negra en la Casa Blanca; sin embargo, podría ser también el presidente norteamericano en funciones que asistiría al descenso de los Estados Unidos desde su actual escalón de primera potencia económica mundial.
Y si vamos a ser objetivos, no puede achacársele toda la responsabilidad por este descalabro. En todo caso se trata del inevitable efecto de orden acumulativo inherente a un sistema donde la defensa de los intereses de un puñado de exaltados multimillonarios se asume como esencial acápite de categoría nacional.
El golpe viene desde el llamado Lejano Oriente y está a cargo de la pujante China, que, según analistas, podría asumir el trono económico internacional en apenas tres años más de permanente desarrollo, es decir, para el cercano 2016.
De hecho, el Dieciocho Congreso del Partido Comunista del gigante asiático, recién concluido en Beijing, dejó sentado el firme propósito de acelerar el avance integral del país, que se ha convertido en asombro internacional por sus elevadas y constantes tasas de crecimiento y su importante grado de inmunidad frente a los desastrosos vaivenes de la economía mundial, sobre todo desde los inicios, en 2008, de la crisis capitalista que todavía asuela a buena parte del planeta y que no muestra señales de solución.
No es que China no haya sido tocada por la debacle. Imposible sería imaginarlo para un país que abastece importantes mercados en recesión, como los de los Estados Unidos y Europa Occidental.
Sin embargo, y según los planteamientos partidistas, parece llegada la hora de echar mano con mayor empeño a las enormes reservas de consumo internas que constituyen los mil 360 millones de pobladores, en una fórmula que, a la vez que eleva el nivel y la calidad general de sus vidas, asegura buena parte del mercado para los cada vez más amplios surtidos nacionales.
Ello, desde luego, sin desdorar la tradicional expansión de China por regiones de enormes potencialidades como América Latina, África o el Sudeste Asiático, mediante políticas de justa colaboración y equilibrado intercambio.
Por consiguiente, es de esperar que, tal como se ha dicho oficialmente, China logre duplicar para 2020 su producto interno bruto y enfrente con éxito algunos de sus actuales problemas de orden táctico, como “el excesivo consumo de recursos, la grave contaminación medioambiental y la creciente brecha entre los ricos y los pobres”.
Por lo demás, lo cierto es que el denominado “socialismo con características chinas” ha demostrado ser eficaz en alto grado.
El apego a fórmulas políticas como “buscar la verdad en los hechos” ha probado lo efectivo del alejamiento con respecto a las prácticas voluntaristas, los idealismos extremos y la perniciosa incidencia de miras estrechas e inmovilistas.
Por añadidura, la dirigencia china, desde hace un buen número de años ha insistido en una renovación constante y metódica, que aprovecha el tramo de mayor lucidez y energía de las diferentes generaciones revolucionarias, y permite que cada una de ellas marque con su impronta directa el espacio de historia que le corresponde, sin desdorar la valiosa experiencia acumulada por sus predecesores.
De hecho, este Dieciocho Congreso marca el fin de la conducción por Hu Jintao del Partido Comunista y del Estado, que pasará a manos de Xi Jinping, de 59 años de edad, y hasta el presente miembro del Comité Permanente del Buró Político del Partido Comunista y vicepresidente de la nación.
De manera que hoy parece cumplirse a pie juntillas el vaticinio que en el siglo XVIII formulara Napoleón Bonaparte: “China es un gigante dormido. Déjenlo dormir, porque el día que despierte estremecerá al mundo”.
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