El hoy presidente de los norteamericanos culminó su reciente “reality show” en Asia con una visita a la zona desmilitarizada entre las dos Coreas, un encuentro con Kim Jong-un, y un salto de minutos al lado norte del paralelo 38, para escenificar “la primera visita” de un mandatario estadounidense a la República Popular Democrática de Corea, RPDC.
Trump había llegado a Corea del Sur procedente de la ciudad japonesa de Osaka, sede de la más reciente conferencia del G-20, donde pudo intercambiar criterios con los líderes de Rusia y China acerca de las disputas de todo tipo que escenifica contra ambas naciones, calificadas por los voceros hegemonistas como los más severos obstáculos para que los Estados Unidos cumpla su patético sueño de regir los destinos del planeta.
Reuniones, vale decir, de las cuales Donald Trump no podrá hacer alardes en torno a sus pretendidos poderes para torcer el brazo a los oponentes.
En todo caso, y la variante se aplica también con Pyongyang, sus hipotéticos “logros” se limitan a retomar nuevas discusiones bilaterales con sus respectivos interlocutores sin que ninguno de ellos haya cedido en sus principios, posiciones y maneras de actuar.
Por consiguiente, Trump podrá dar sus torcidas valoraciones personales de cada uno de estos episodios, pero ciertamente no lleva nada en cartera que implique que su preferente política de sanciones, presiones y chantajes haya funcionado un ápice en ninguno de los tres momentos citados.
Tal vez lo máximo que logre será engatusar a los norteamericanos más incautos y desinformados con la historieta (una más en aquella sociedad) de que su hoy presidente es un “influyente y temido genio político” destinado por su valía no solo a seguir gobernando el país por un segundo período, sino incluso más allá si “la nación así lo requiere y reclama”, según sus declaraciones textuales de días atrás.
En Panmunjom, por tanto, por encima de los estrechones de manos, saludos, frases gentiles, el corto paseo al norte de la divisoria, y su conversación con Kim Jong-un, lo realmente concreto se limita al acuerdo mutuo de volver a la mesa de negociaciones sobre la posible reducción del joven poderío nuclear norcoreano, y el reclamo de Pyongyang de que para ello se requiere ante todo la garantía gringa del cese de su histórica hostilidad contra la RPDC y el fin de las sanciones decretadas por Washington contra el país, las cuales, por cierto, Trump dijo que mantendría vigentes por ahora.
Lo cierto es que para el presidente gringo sería muy recomendable que dejara atrás su hábito de no leer, y hojease al menos las nada edificantes experiencias para Washington narradas por los corresponsales norteamericanos que presenciaron las conversaciones que dieron paso al armisticio que finalmente determinó la división forzosa de la Península Coreana luego de la agresión Made in USA contra el Norte a inicios de la década del cincuenta del pasado siglo.
Entonces tal vez entienda de una vez lo complicado que resulta intentar imponerse o burlar la tenacidad, serenidad, y astucia que caracterizó y caracteriza la acción negociadora de Pyongyang, que las más de las veces logró por aquellos días derruir con éxito la prepotencia, el desprecio y el burdo complejo de superioridad que suelen desplegar los funcionarios oficiales norteamericanos en su trato con “seres de segunda clase”.
Y no olvidar que el propio Trump ya cosecha frutas podridas en ese sentido, como al abrupto corte de su segunda reunión con Kim Jong-un, realizada en Viet Nam, cuando su interlocutor no admitió la demanda de adelantar el desarme nuclear de su país bajo el inamovible peso de las sanciones impuestas por la Casa Blanca.
Y si para el ocupante de la Oficina Oval el “problema coreano todavía se tomará en tiempo”, según comentó al final de su brinco en Panmunjom, nada indica que Corea del Norte esté desesperada y ansiosamente trastornada por “ganarse” el favor norteamericano a cualquier precio.
De hecho, ya ha demostrado con creces su firmeza en la lucha contra la ocupación nipona, la guerra de resistencia contra la agresión militar norteamericana de mediados del pasado siglo, en su propia existencia y desarrollo como estado independiente frente a la amenaza constante proveniente del Sur, y en su conversión en un Estado nuclear, no por amor a la guerra y la destrucción, sino como garantía de que, precisamente, Washington, muy a su pesar, tuviese que sentarse en la mesa de conversaciones frente a un interlocutor ahora muchas veces más potente.
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