El Washington de Donald Trump realizó este diciembre su segunda prueba de un nuevo misil con rango de vuelo superior a los quinientos kilómetros, luego de su retiro unilateral en agosto último del tratado que prohibía la tenencia y desarrollo de tales artefactos de corto y mediano alcance. El acuerdo (Tratado de las Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio), conocido por las siglas en inglés INF (Intermediate-Range Nuclear Forces), fue suscrito con la extinta Unión Soviética a fines de la década de los 80 del pasado siglo.
La denuncia sobre el reciente ejercicio bélico estadounidense fue formulada por el Kremlin, quien con toda la razón del mundo asevera que la Casa Blanca ya venía incumpliendo el acuerdo INF antes de hacer efectiva su salida del mismo, de ahí la pasmosa inmediatez de estos ensayos con misiles prohibidos hasta entonces.
Es, según escribimos en un comentario precedente sobre este mismo tema, como que alguien desborde el mercado con huevos de gallina a unos días de derogada la negativa de criar esas aves de corral, y luego intente convencer a todos de que de antemano no tenía ocultas ponedoras, jaulas y pienso.
La desidia de la Casa Blanca con relación al citado acuerdo se puso en pública evidencia cuando en agosto último, a apenas horas de salirse de ese importante acuerdo, la Oficina Oval dio luz verde a una primera prueba “con un misil marítimo tipo Tomahawk, reconvertido en proyectil de despliegue terrestre, y cuyas lanzaderas eran ya funcionales en Rumanía y Polonia (antes del retiro norteamericano del INF) a la espera de sus destructivos huéspedes”. Ello indica que la tecnología y la fabricación de tales artefactos ya estaban en marcha antes de que Donald Trump torpedeara el pacto suscrito con la Unión Soviética en 1987.
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El INF indicaba concretamente que ninguno de los firmantes podía desarrollar y desplegar misiles con alcances entre los quinientos y cinco mil kilómetros, lo que reducía sensiblemente la posibilidad de una agresión sorpresiva y achicaba los abultados arsenales nucleares de la época.
Pero por si fuera poco, y casi coincidente con la prueba del segundo misil citado en el párrafo inicial de este comentario, el Congreso de Estados Unidos votó un presupuesto de 738 mil millones de dólares para crear, tal y como desea el presidente Trump, una fuerza bélica desplegada en el espacio exterior a contrapelo de la letra del tratado que prohíbe la militarización de la órbita extraterrestre, y que fue firmado en 1967 por más de cien países, incluido los propios Estados Unidos.
La idea, por supuesto, no es nueva, y está relacionada con el enfermizo interés de la actual Administración gringa de intentar imponerse como poder hegemónico universal. En ese sentido, en febrero último, el Departamento de Defensa divulgó un informe en el que precisaba textualmente que “el espacio se convertirá en un campo de batalla entre los Estados Unidos de un lado, y China y Rusia del otro”.
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En consecuencia, ambos titulados “enemigos” se ven precisados a adoptar las respuestas defensivas necesarias para garantizar su seguridad e integridad.
Así, a pocas horas de conocerse la adopción del presupuesto gringo para convertir el espacio exterior en zona de enfrentamiento, el Kremlin reveló por primera vez detalles del escudo antimisiles que defenderá al territorio ruso de un posible ataque externo. El sistema ruso de alerta temprana se denomina Cúpula, y está dotado de todo un entretejido de detección y seguimiento apoyado en satélites y bases terrenas de alta tecnología, capaces de informar sobre el lanzamiento y la trayectoria de todo artefacto militar lanzado contra cualquier punto del gigante euroasiático.
De manera que una vez más, cuando Washington cree que ha logrado tomar por sorpresa a sus “oponentes”, descubre con estupor que las víctimas están tres pasos por delante de los victimarios en materia de garantía de una sólida defensa de sus respectivas fronteras terrestres, marítimas, áreas y espaciales.
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