En febrero de 2002 el académico Ye Zi Yeng, de la Oficina de Relaciones Internacionales de la Universidad de Beijing, vaticinó que las contradicciones de Washington con China “tenderán a incrementarse en el futuro inmediato, porque los grupos de poder estadounidenses no van a contener su voluntad de expansión”…y todo lo confirma diecisiete años más tarde.
No era en verdad un asunto totalmente a ocultas. Para los tanques pensantes del hegemonismo, luego de la disolución de la Unión Soviética, el acelerado desarrollo económico chino y la influencia de Beijing en el universo euroasiático resultaban ya dos “inadmisibles” pecados.
De ahí que con un presidente adicto a la prepotencia y el barullo como medios para “darse a destacar”, no resultan fuera de lógica y tacto episodios como su reciente anuncio de que, desde el próximo primero de septiembre, impondrá nuevos aranceles a las cuantiosas exportaciones chinas hacia los Estados Unidos, esta vez por valor de 300 mil millones de dólares, y que se añaden a los incrementos precedentes por 250 mil millones de dólares.
Si se toma en cuenta que el pasado año el mercado norteamericano compró en China artículos por casi 560 mil millones de dólares, los impuestos que ahora se añadirían casi alcanzarían a la totalidad de las adquisiciones gringas en el gigante asiático.
No obstante, para el ya citado 2018 -y está entre los sustos que Trump no menciona demasiado, e incluso por encima de todas las tensiones bilaterales que gusta generar- la deuda norteamericana con China llegó a los 419 mil millones de dólares, un once por ciento más que en 2017, en un impulso imparable ante un mercado local que no puede ser satisfecho por una economía centrada en la guerra, los servicios y las manipulaciones financieras, entre otros factores improductivos a escala material.
Pero Trump no la piensa mucho, como corresponde a un personaje que se ahoga en su propio auto bombo, y al referirse al “nuevo castigo” contra Beijing, con el cual se realizaban por estos días conversaciones económicas derivadas de su reciente encuentro en Japón con el presidente Xi Jinping, llegó a sentenciar rotunda y textualmente que el acuerdo que persigue con el gigante asiático no puede ser equitativo sino mejor a partir de que China admita sin demoras las exigencias gringas. En pocas palabras, lo que yo quiera… y allá el interlocutor.
Mientras, las autoridades chinas, con su peculiar y marmórea serenidad, solo indicaron que si hay una nueva alza de aranceles nadie debe dudar que habrá también una respuesta adecuada, y rechazaron el “chantaje” del inquilino de la Casa Blanca y su irrespeto por los compromisos que suele concertar.
Por demás, las primeras reacciones dentro de los Estados Unidos ya se reflejan en los grupos económicos, que hablan con inquietud creciente de una inminente recesión local, de un alza general de precios y su efecto nocivo entre los consumidores, y de inevitables temores entre los inversores.
Así, un despacho de prensa fechado en Nueva York el pasado 2 de agosto subrayaba con aprensión que “hasta ahora, los agricultores y las grandes empresas eran los principales perjudicados por los aranceles sobre China. Compañías como el gigante de la maquinaria Caterpillar o la aeroespacial Boeing se veían obligados a pagar más por las materias primas o los bienes intermedios que compraban al gigante asiático para fabricar sus propios productos. Pero los nuevos aranceles golpearán básicamente a bienes de consumo, desde teléfonos móviles, como los componentes que Apple utiliza para sus iPhone o sus ordenadores Mac, hasta ropa y calzado.”
Y terminaba la nota: “Donald Trump ahora está utilizando a las familias estadounidenses de rehenes en sus negociaciones, tal como aseguró el presidente de los vendedores de calzado, Matt Priest, en respuesta al nuevo anuncio de la Oficina Oval.”
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