Si bien los Estados Unidos finalmente admitió en 1998 haber iniciado su injerencia contra Afganistán en julio de 1979 mediante la alianza con el terrorismo islámico (incluido Bin Laden y Al Qaeda) para provocar la entrada de tropas soviéticas en aquel país (ejecutada a fines de diciembre de ese mismo año) y “empantanar” a Moscú en un costoso conflicto armado que duró una década, lo cierto es que desde la invasión gringa de 2001 contra su ex aliados Talibanes han transcurrido ya 18 años sin que las tropas Made in USA hayan podido moverse del lugar. Algo así como que “el embaucador terminó embaucado”
No obstante Donald Trump, con esos aires de “perdona vidas” que gusta asumir, ha dicho hace poco que él bien podría terminar el conflicto en una semana “pero no lo hace porque mataría unos diez millones de afganos”, en una nada disimulada sugerencia de un ataque nuclear masivo, porque de otra forma…ni pensarlo.
En resumen, no menos de 14 mil efectivos militares estadounidenses permanecen todavía en Afganistán a pesar de que el presidente prometió en su campaña electoral de 2016 poner fin inmediato a todas las “inútiles” guerras en el exterior.
Y es que no podía haber cambios en el “cuartico” porque, hoy como ayer, empotrar bastiones en Asia Central y Oriente Medio es vital para el sector hegemonista norteamericano, ahora contra Rusia y China, ambos fronterizos con el desestabilizado y fragmentado espacio afgano.
La realidad es que la historia no miente al respecto. Ya se sabe que para el ex asesor norteamericano de Seguridad Nacional Zbigniew Brzezinski, ligado a los desmanes agresivos e injerencistas unas tres décadas atrás, armar terroristas era asunto de poca monta si la URSS podía ser desestabilizada y derruida, y en consonancia Washington y sus aliados internacionales no pusieron reparos en acudir al fanatismo islámico en Afganistán.
Había más y menos conocido. Por aquellos tiempos la empresa gringa Unocal pretendía extender por suelo afgano un oleoducto para el control de las exportaciones del petróleo centroasiático, y las autoridades progresistas afganas y sus aliados del Kremlin eran entonces un estorbo superlativo.
Solo que pocos estrategas calcularon las verdaderas apetencias de cada grupo extremista que pusieron a su servicio. Así, la división y las guerras intestinas de los “protegidos” resultaron fatales también para Unocal, y los Talibanes procedentes de las áreas fronterizas afgano-paquistaníes resultaron los electos por Washington para “reunificar” el país.
Al principio todo marchó a pedir de boca y de victoria en victoria en el terreno militar, pero cuando los nuevos y queridos “ahijados” (ligados de lleno a Bin Laden y Al Qaeda) perdieron la cuerda, entonces se les presionó para establecer un gobierno nacional de coalición que era contraproducente para sus particulares planes de preponderancia islámica radical en Afganistán y otros países vecinos.
La repuesta talibana y de Bin Laden se tradujo entonces en ejercer la violencia contra su gran aliado externo, hasta los todavía controvertidos sucesos del 11 de septiembre de 2001, que dieron al gobierno belicista de George W. Bush el pretexto para estimular la represión y el patrioterismo internos, a la vez que desatar su guerra global y de corte hegemónico contra el terrorismo.
Con todo, dieciocho años no han bastado al progenitor para “matar” a su criatura, y es que, objetivamente, los más de tres mil estadounidenses muertos en los atentados en Nueva York y Washington en 2001 fueron apenas un simple pretexto para saltar la cerca de la agresividad, porque hoy, y a pesar de todo, Washington sigue operando del brazo del extremismo islámico.
Y es que, parafraseando a Brzezinski en un contexto más actual, unas decenas de miles de extremistas armados entregados a sus tropelías no son comparables a la “dicha” de hacerse con Asia Central y Oriente Medio y desbancar a Rusia y China.
Y mientras que con los Talibanes, viejos aliados preferentes, hoy se pretende conversar para “arreglar los desacuerdos”, los “muchachos de nuestra Army” desplegados en el lejano país seguirán “haciendo su trabajo”.
En esa cuerda, y según un despacho de julio último de la BBC News, “el Talibán controla ahora mismo más territorio en Afganistán que en cualquier momento desde 2001”. La misma fuente precisa que a partir de octubre de 2018 autoridades estadounidenses y representantes del grupo extremista “han mantenido siete rondas de conversaciones con el objetivo de asegurar una salida segura para Estados Unidos a cambio de que los insurgentes garanticen que el territorio afgano no será utilizado por militantes extranjeros y no se convertirá en una amenaza para el resto del mundo.”
“Bellas palabras y bellos propósitos”, diría un lector no enterado, porque lo cierto es que se trata de un largo careo entre camajanes que solo responden a sus respectivos intereses, profusamente engalanados de simulación, tergiversación, manipulación y mentira.
Mientras, la ONU ha precisado textualmente que “el conflicto en Afganistán es hoy uno de los más mortales del planeta”, y subrayó que las pérdidas de personas inocentes alcanzaron un número récord en 2018” y que “solo en la última década murieron violentamente más de 32 mil civiles afganos.”
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