A no dudarlo, hubo un instante a fines del pasado siglo, con la desaparición de la Unión Soviética, en que los voceros imperiales parecieron creídos de que había llegado la gran hora para el capitalismo. El dominio total, se decían, es ya incuestionable.
De manera que, a tono con sus visiones, planearon y recomendaron que en lo adelante era tarea esencial para los Estados Unidos evitar, a toda costa y a todo costo, la reorganización y el surgimiento de nuevas potencias mundiales, con más razón si se adscribían a ideas y modelos ajenos a los dictados desde Washington. En todo caso, proclamaron: queremos aliados, pero no pares… eso jamás.
Sin embargo, tradicionalmente, una cosa ha pensado el beodo y otro el bodeguero. Y lo cierto es que, desde hace un buen número de años, crecen los obstáculos en el camino de los sectores reaccionarios de poder para hacerse de la primacía mundial absoluta.
Ni el terreno es propicio en sentido general ni la gente acepta fácilmente los dogmas totalitarios llegados desde el Norte opulento y agresivo, más allá de sus aparentes golpes exitosos en diferentes puntos de la geografía internacional.
Así escribía recientemente un colega: “Tiene que haber cundido la desazón entre los círculos norteamericanos de poder cuando hace pocas semanas, en ocasión del noventa y cinco aniversario de la Revolución Socialista de Octubre, sobre el empedrado de la Plaza Roja reaparecieron las banderas con la imagen de Vladimir Ilich Lenin y las armas y uniformes de los destacamentos populares que asaltaron el Palacio de Invierno en 1917 para fundar el primer Estado de obreros y campesinos de la historia humana.
“Debió haber mucha rabia contenida por la presencia, frente a las murallas del Kremlin, de la representación de las agrupaciones del Ejército Rojo que en 1941 frenaron a los nazis ante la capital soviética con el grito de ‘Moscú está a nuestras espaldas, no hay espacio para retroceder’, junto a los blindados que enterraron a la bestia fascista en pleno corazón de Berlín en mayo de 1945”.
Debió cundir por demás una fuerte y especial alarma ante las imágenes de las jóvenes madres rusas de esta época, que aseguraron a la prensa televisiva haber llevado a sus pequeños a la celebración para que “nunca olviden la historia de su patria y se sientan siempre orgullosos de ella”.
Pero también el hegemonismo Made in USA tiene otros sensibles desafíos, a partir, por ejemplo, de informes que indican que la norteamericana Exxon Mobil perdió recientemente su título de primera comercializadora mundial de petróleo a manos de la empresa estatal rusa Rosneft, mientras China decidió, este septiembre, desalojar al dólar de todas sus operaciones energéticas, lo que rompió con el monopolio de la moneda norteamericana como patrón universal de cambio por el crudo, instaurado mediante cómplice acuerdo de la Casa Blanca y Arabia Saudita en la pasada década de los setenta.
Ni qué decir entonces de la noticia de que para 2016 la economía china pasará a puntera global, relegando a un segundo escalón a la estadounidense, eso, sin contar que en materia de intento de control de los organismos globales, cada día le resulta más difícil a Washington hacer de las suyas en el seno del exclusivista Consejo de Seguridad de la ONU, a cuenta de la mancomunada oposición del Kremlin y Beijing.
Por demás, está la reticencia de Moscú a tragarse la historia de un escudo antimisiles Made in USA ajeno a los planes expansionistas gringos, y las medidas concretas que viene adoptando Rusia para brindarle un golpe contundente al intento norteamericano de contar con la opción de propinar un primer ataque nuclear sin la posibilidad de una respuesta simétrica por los agredidos.
En pocas palabras, debe cundir una severa algazara entre los presuntos hegemonistas, porque el sueño de rauda cabecera mundial preconizado por la ultraderecha imperialista ha pasado a ser papel mojado en apenas dos décadas, como señal inequívoca de que la “fiesta” le duró bien poco.
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