Repasando las imágenes de las manifestaciones de grupos violentos en Hong Kong, es sorprendente, aunque no fortuito, su parecido a las “guarimbas” venezolanas contra la Revolución Bolivariana, los desbordes neonazis que provocaron años atrás el cambio derechista en Ucrania, o la paranoia racista y antipopular desplegada por los golpistas en Bolivia para ejecutar el derrocamiento de Evo Morales.
En todos los casos, se trata de una suerte de “comandos” con todos los aditamentos e instrumentos agresivos necesarios para provocar el máximo de daños y de terror público posibles, siempre seguidos por un aparato mediático previamente domesticado que se encarga de magnificar las acciones y mostrar el “empuje redentor” de esa suerte de hordas pigmeas bien entrenadas, apertrechadas y pagadas.
Si lo sabrá el consulado norteamericano en Hong Kong, que presta sus locales para “intercambios” con los jefes de la “insurrección”, y donde su atildado personal diplomático traza directivas, reparte planes y asigna objetivos, y a no dudarlo, confiere además dádivas generosas en billetes verdes.
No olvidarlo, por favor, se trata de aplicarle a China, el gigante que tanto molesta a Donald Trump y a quienes representa, el tan recurrente tratamiento de las “revoluciones de colores”, puesto de moda en el actual arsenal injerencista y hegemonista Made in USA.
El propio presidente de los norteamericanos no se ha ocultado para intentar sumar puntos contra Beijing.
En los primeros días de los sospechosos estallidos violentos contra una ley de posible extradición de reclusos hongkoneses a China revocada poco después, declaró que en Hong Kong la gente “deseaba la democracia ante un poder que se la niega”; las mismas “aspiraciones” que atribuye a Guaidó en Caracas, o a la señora Jeanine Áñez en La Paz.
Al final, la verdad desborda el saco. Desestabilizar Hong Kong es un bocado plenamente apetecible para los segmentos ultraconservadores que estiman a China, junto a Rusia, los dos oponentes claves contra los planes absolutistas gringos con respecto al resto del orbe.
Se trata, en concreto, de un ataque contra la integridad territorial de la potencia asiática y su política de “un país, dos sistemas” mediante la cual se ha ido logrando la reunificación nacional frente al despojo colonial que sufrió la extensa y poblada nación en siglos pasados. Como se recuerda, Hong Kong retornó de manos británicas a China en 1997.
Para Beijing, por tanto, la actividad subversiva alentada por Washington y varios de sus aliados foráneos, incluido el propio Londres, se asume como una agresión contra el pueblo chino, su soberanía y su derecho a una patria integrada, única y próspera.
Así, las autoridades chinas reiteraron por estos días sus advertencias a la Casa Blanca sobre la desembozada complicidad de sus diplomáticos con los planes desestabilizadores puestos en marcha en Hong Kong, y rechazó asimismo la interferencia de Gran Bretaña en los asuntos internos del gigante asiático, materializada, entre otras cosas, en la cadena de “declaraciones irresponsables” sobre cuanto viene aconteciendo en aquel, su ex territorio colonial.
De manera que a pesar del diluvio mediático hegemonista en torno a la “sublevación popular” hongkonesa, la realidad injerencista se impone, con más razón cuando este fenómeno ya no es una excepción, sino una regla, dentro del accionar de quienes son enemigos acérrimos de la cordura, el respeto y la decencia en el complicado escenario de las relaciones internacionales.
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