Que ochocientos veintiún millones de personas sufran hambre ahora mismo a escala planetaria sin dudas indica que todavía vivimos y tendremos que vivir, quién sabe hasta cuándo, en un escenario global que en nada enaltece la presencia de nuestra “privilegiada” especie ni su relativamente largo devenir sobre la Tierra.
No es una cifra sin sustento real, se incluye en el informe sobre Crisis Alimentaria que anualmente prepara y publica la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, FAO, un documento de trágico contenido que acaba de ver la luz por estos días.
Pero el fólder no deja atrás otros detalles, y aduce que de esa espantosa cifra de gente que enfrenta la carencia de comida, 100 millones, desperdigados en más de medio centenar de países, padecen de “hambre aguda”. En otras palabras, están a las puertas de la muerte por inanición.
Desde luego, la FAO, como toda entidad especializada, tiene sus caracterizaciones y lenguaje técnico para al menos intentar una gradación dentro del drama que supone no contar con nada que llevarse a la boca. Así, explica entonces, que “la inseguridad alimentaria aguda (esa con la que cargan los ya citados100 millones de semejantes más gravemente perjudicados) se produce cuando la incapacidad de una persona para consumir alimentos adecuados pone en peligro su vida o sus medios de subsistencia”.
En tanto el “hambre crónica” (atribuible a los 821 millones también ya mencionados en el primer párrafo de este comentario) aparece “cuando una persona es incapaz de consumir suficientes alimentos para mantener un estilo de vida normal y activo durante un período prolongado”.
No obstante, el asunto no termina ahí, porque las investigaciones de la propia FAO revelan otro estamento dentro de ese gran total mundial de sufrientes por inexistencia de lo elemental para nutrirse. Y se trata de los 123 millones de personas que han experimentado severos riesgos alimentarios durante los doce meses del pasado año, y que hoy están en la antesala del nivel de depauperación total, es decir, de ser añadidos a la categoría de “hambre aguda”.
Las causas de este pavoroso cuadro, por supuesto, pueden ser y, de hecho, son muchas.
Así, la entidad internacional, en el usual tono diplomático que suele utilizar, enumera en su lista de factores concurrentes: “la prevalencia de los conflictos, la inestabilidad y los efectos de las crisis climáticas”; y, en consecuencia, concluye que un trabajo global mancomunado y responsable frente a semejantes calamidades puede aminorar y hasta solventar en algunos casos el bochornoso espectáculo de poblaciones enteras diezmadas por el hambre.
Pero ciertamente, resulta evidente que más allá de hechos concretos que propician las horrorosas escenas de desnutrición a escala global, lo cierto es que hay un mal de fondo que no puede ser obviado o soslayado a la hora de batir a un enemigo tan violento y cruel. Y se trata del egoísmo, la prepotencia y la indiferencia que los ordenamientos socioeconómicos basados en la explotación de los demás han impuesto históricamente el género humano, y que propician guerras, agresiones, chantajes (incluido el alimentario), sobrexplotación sin freno del medio ambiente con su irreversible deterioro, acumulación de recursos y riquezas en pocas manos, carencia de una distribución social coherente y equitativa, y saqueo sistemático de lo ajeno, entre otros dislates que atentan contra nuestra especie.
Todo, a lo que se suma muchas veces una manipulación y manejo mediáticos que llegan a convertir las tragedias humanitarias en un espectáculo más, o lo peor, en asidero para justificar renovadas acciones agresivas e injerencistas que, bajo santurrones atavíos, solo derivan en más hurto, más quebranto, más falta de esperanzas… y más víctimas.
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