El ex presidente brasileño Luiz Inacio Lula da Silva es un hombre secuestrado por la oligarquía brasileña, que con la reciente reducción de su condena en prisión trata de brindar una apariencia de legalidad a un proceso judicial que carece de sustento y solo trata de apartarlo de la política nacional.
Hace pocos días, la Quinta Instancia del Superior Tribunal de Justicia (STJ) redujo la pena impuesta a Lula da Silva de 12 años y un mes, sin culpa y sin pruebas, a ocho años y un mes, solo para confirmar la infamia que escandaliza al mundo entero, donde cada vez más reclaman la libertad del prisionero, propuesto al Premio Nobel de la Paz 2019.
Los jueces alegaron que no podían discutir las pruebas (inexistentes por demás) presentadas en el proceso. Es decir, obviaron juzgar la esencia de una farsa articulada por los intereses de Estados Unidos (EE.UU.) y la ultraderecha interna.
Para el periodista Jefferson Miola, la sesión del STJ “poseía el exclusivo propósito de reforzar la narrativa de que Lula es un delincuente. Y punto. Confirmar la condena es atribuir una falsa imagen de legalidad al régimen fascista brasileño”, afirmó en un análisis publicado en América Latina en Movimiento.
La decisión podría hacer —según la Constitución Nacional— que los abogados del líder histórico del PT solicitaran la prisión domiciliaria este año, ya que luego de cumplir un sexto de la condena el prisionero tiene derecho en Brasil a ese régimen o a pasar el día en su hogar y regresar a dormir en la cárcel. .
La realidad indica que la actitud del STJ es también parte de la estrategia de la reacción brasileña de seguir desprestigiando al antiguo dirigente obrero. Con el simulacro de estar haciendo justicia, intentaron vender la idea magnánima al corregir el exceso de una condena injusta, pero confirmándola. La votación fue unánime, de la misma manera que sirven al presidente fascista Jair Bolsonaro.
Bolsonaro, que en cuatro meses de gobierno no ha dictado una sola medida en beneficio de la población, siguiendo las órdenes de su amigo Donald Trump —como él lo califica— tiene que mantener a Lula secuestrado en prisión. Si fuera liberado, como debía ser, el político más popular de la historia contemporánea brasileña podría organizar la resistencia popular para detener la devastación política y económica del país.
Aparente indulgencia de quienes no tienen el coraje de anular la sentencia y sacar de la cárcel a quien no cometió delito alguno probado y cuyo enjuiciamiento resultó parte de una estrategia para instalar en el Palacio de Planalto a un fantoche que resultara un títere del gran capital brasileño, un evangelista defensor de la dictadura militar, incondicional a EE.UU. e Israel.
La reacción de Lula ante la nueva maniobra del STJ fue rápida: “Hasta aquí no tuve derecho a un juicio justo. Redujeron una pena que no debería ni existir¨.
Desde que comenzó la investigación de Moro en su contra, tanto Lula como sus abogados defensores negaron los cargos.
El juez federal lo acusó de poseer supuestas cuentas bancarias y propiedad indebida de un inmueble, pero nunca lo pudo probar. Condenado por Moro en primera instancia a nueve años y un mes, los jueces de la segunda instancia elevaron la pena a 12 años y un mes tras ignorar las declaraciones de 73 testigos que contradecían las pruebas presentadas por la fiscalía.
Tampoco consideraron que más de un centenar de abogados y estudiosos desmontaban las premisas de la sentencia del juez Moro, premiado por la derecha y el régimen de Bolsonaro como titular del Ministerio de Justicia.
Según el ahora titular, el exmandatario se habría beneficiado de un esquema criminal de la constructora OAS con Petrobras al entregarle al PT una suma de dinero por ocultar determinadas pruebas incriminatorias en su contra.
Da Silva se entregó, luego de su condena, por propia voluntad el 7 de abril de 2018 en la cárcel de Curitiba, estado de Paraná, donde hasta hoy le mantienen restricciones para entrevistarse con sus familiares, dirigentes del PT, abogados de la defensa o conceder entrevistas a la prensa.
En este tiempo, perdió un hermano, sin que llegara a tiempo el permiso para asistir a los funerales. Poco después, murió su pequeño nieto Arthur y le dejaron asistir al velorio, donde lo esperaban miles de sus seguidores ante la funeraria para acompañarlo en momentos de dolor.
¿POR QUÉ LULA DA SILVA ESTÁ PRESO?
Los planes de la derecha brasileña, que llevó al Palacio del Planalto a un fascista de pocas luces, incluía la desaparición de Lula da Silva del escenario político, pues de ser candidato a las elecciones presidenciales del pasado año hubiese ganado de manera holgada.
La maquinaria judicial de Brasil con jueces corruptos —y la historia lo demuestra en notables casos de políticos ladrones que están libres— estableció una estrategia mucho antes de 2016, cuando un golpe de estado parlamentario derrocó a la legitima presidenta Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), fundado por Lula durante la última dictadura militar (1964-1985) en Sao Paulo, donde trabajaba como obrero metalúrgico.
La clase adinerada de Brasil, una de las más poderosas de la región, brindó apoyo a los tres gobiernos consecutivos del PT mientras la economía florecía, pero con la crisis cíclica del capitalismo vio en peligro sus intereses, ya que Rousseff no quiso entorpecer la marcha de los programas sociales que habían sacado a 38 millones de personas de la miseria durante su mandato y los dos anteriores de Da Silva.
Para sacar al PT del juego político, los oligarcas compraron al vicepresidente de la república, el líder del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) Michel Temer, quien con sus conocidas manipulaciones se valió de un Congreso Nacional corrupto, comprado por millones de reales (moneda nacional) para llevar adelante el golpe de Estado.
El PT, al que ahora se le adjudican errores por su supuesta desvinculación con las bases militantes, sea o no esa la razón, tenía como pivote de triunfo a Lula da Silva, quien dejó la presidencia con un 80 % de apoyo popular y a quien, hasta que comenzó el plan de la derecha más reaccionaria, nunca se le había señalado como corrupto ni de tráfico de influencias ni de otras figuras de la escena política latinoamericana.
Con Temer en el poder, que para complacer a quienes lo colocaron en la presidencia implantó de urgencia medidas neoliberales, comenzó la persecución política de Lula. La figura escogida fue Moro, investigador principal de la operación Lava Jato (Friega autos) con ese nombre por ser descubierto el entramado de la corrupción de la empresa Petrobras en un estacionamiento de limpieza de vehículos ligeros.
Lo paradójico de la historia es que fue precisamente Lula da Silva quien ordenó la búsqueda de los culpables de la corrupción de Petrobras, que constituyó un escándalo tras las averiguaciones del juez y su equipo. La batalla de Lula contra la corrupción puso al desnudo que decenas de políticos estaban involucrados en los desfalcos de la estatal petrolera. A ese caso estaba vinculada la firma brasileña de construcción Odebrecht, que entregó millonarias sumas de dinero y bienes a políticos de Brasil y del resto de América Latina, a cambio de las franquicias de obras públicas.
Ahora, el STJ quiere vender la imagen de imparcialidad jurídica, cuando es una vergüenza su actitud ante la situación de Lula da Silva, quien vive en una celda de 5 por 3 metros en las peores condiciones, ya que ni siquiera la policía respeta su autoridad como expresidente, con derechos propios de su cargo. Para esa institución, se trata de un preso común más, un secuestrado por sus ideas.
Queda por conocer si en septiembre próximo, cuando se cumplen 17 meses de su prisión, quienes armaron la escala persecutoria para mantenerlo preso por el resto de su vida le permiten asomarse, por horas, a una libertad condicionada.
Solo la presión de la movilización internacional a favor de este político de 74 años lograría su salida definitiva de la cárcel, aunque él advirtió que solo aceptaría la libertad si los jueces reconocieran su inocencia. .
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