Hombre, sería bueno recordárselo a algunos que por estas fechas en el Washington oficial y otras partes del mundo con similares males de vista todo lo perciben y hacen al revés.
En efecto (sobre todo para los muchos “olvidadizos”), el 5 de diciembre de 2017 la Asamblea general de la ONU decidió instituir el 16 de mayo como Día Internacional de la Convivencia en Paz “con el objetivo de eliminar todas las formas de discriminación e intolerancia, involucrando a la sociedad civil en el fomento del diálogo entre religiones y culturas.”
La paz, recordaba en ese momento el máximo foro global, “es el principal objetivo de las Naciones Unidas que, después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial comenzó a trabajar para librar a las generaciones venideras del horror de la guerra.”
Para ello los documentos constitutivos de la citada jornada privilegian como la clave del éxito el fomento de una abierta y extendida cooperación internacional, aunque reconocían (y reconocen) que aún la humanidad está lejos de una sólida y verdadera convivencia en paz.
Para la Organización de Naciones Unidas, “convivir en paz consiste en aceptar las diferencias y tener la capacidad de escuchar, reconocer, respetar y apreciar a los demás, así como vivir de forma pacífica y unida. Es un proceso positivo, dinámico y participativo que promueve el diálogo y la solución de los conflictos en un espíritu de entendimiento y cooperación mutuos.”
Se trata de ordenanzas, aspiraciones y vías que bien podrían ser clavadas a las puertas de la Casa Blanca para que ciertos señores, desde Donald Trump hasta sus agrestes y obcecados asesores, les pasaran la vista al menos y entendiesen que el mundo, al menos el de hoy, ya no puede ser manejado desde un presunto “reino” en camino a la ruina.
Y justo es esa política de insistir en que los pretendidos mejores están asistidos del derecho de enlazar, sojuzgar e imponer a los “menos dotados e inferiores por naturaleza”, la que sigue haciendo papel mojado de las campañas, demandas y propósitos de la verdadera comunidad internacional, la que incluye a todos y cada uno de los países del planeta con sus características, culturas, criterios y necesidades propias, tan respetables y válidas como las de cualquier presunto poderoso.
Lo cierto es que –como nos martilla la propia ONU- falta mucho para lograr la convivencia y con ella paz y seguridad universales.
Pregúntesele si no a los venezolanos y cubanos asediados por Washington; a los palestinos bombardeados y masacrados por un sionismo santificado en la Oficina Oval; a los sirios asolados por un terrorismo extremo aupado por Occidente, Israel y los regímenes reaccionarios de Oriente Medio; o a los norcoreanos a los cuales se les “prometió” desde la mismísima tribuna de la ONU “quemarles de punta a punta” por poseer defensas nucleares.
Indáguese entre los miles de hambreados y víctimas de conflictos azuzados por intereses ajenos en Africa y Oriente Medio que saltan a Europa y otros patios a riesgo de sus vidas en busca de una migaja de tranquilidad que tampoco logran en sus nuevos puertos.
O entre los niños de Centroamérica y México separados de sus padres a su llegada furtiva a los Estados Unidos que, según revelaciones de la propia prensa local, ahora mismo sobreviven apelotonados en virtuales cárceles clandestinas, una de ellas en los alrededores de Miami, sin que nadie –absolutamente nadie-pueda acceder a tales recintos a pesar de las filtradas denuncias sobre las golpizas, maltratos y abusos sexuales a que están siendo sometidos por sus “humanitarios” guardianes.
Loable sin dudas toda jornada y celebración que reivindique la dignidad humana y que sume a cada vez más personas preocupadas y ocupadas en tan edificantes menesteres, aun cuando es sabido que para sanar al enfermo indispensable e inevitablemente hay que procurar la neutralización de las cepas que le corroen el cuerpo, bien logrando una mutación que las haga inocuas, o bien arrancándolas de cuajo.
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