Consumado el despido del cerril asesor de Seguridad Nacional John Bolton, era lógico en un egocéntrico como Donald Trump intentase demostrar públicamente que “a él nadie le pone un pie delante”.
Así que minutos después de una noticia que, no por intuida, removió buena parte de Casa Blanca, el presidente advirtió a la opinión pública interna y externa que “cualquier cambio en la política norteamericana posterior a Bolton iría en una dirección más hostil”, y señaló concretamente que sus puntos de vista sobre qué hacer con Venezuela y Cuba “son mucho más fuertes que los de John Bolton”. “El solo me estaba frenando”, alardeó como “clásico guapo de barrio”.
En consecuencia, parecería que adquieren total validez los criterios de aquellos medios políticos y observadores que desestimaron que la salida del viejo halcón de tupido bigote blanco y mirada huraña tendría un reflejo positivo en el irracional curso de las intenciones y acciones hegemonistas del ocupante de la Oficina Oval y sus restantes “duros” colaboradores.
Desde luego, lo realmente objetivo (por mucho que le pese a la Casa Blanca) es que a estas alturas del juego a mucha gente en el planeta no le inmuta demasiado lo que Trump diga o se contradiga, o si se acalora o adopta tonos menos áridos, porque hace ya buen rato que en la balanza global la tendencia multipolar le ganó en peso al hegemonismo y a las ínfulas absolutistas que su administración acoge y pretende desparramar como “dictados universales”.
Y en ese sentido vale insistir en una verdad como un templo: en casi cuatro años de gobierno, todavía el presidente no ha podido concretar un “sonado golpe” internacional, ni tampoco ha logrado ninguna de aquellas metas chovinistas y patrioteras con las que quiso incendiar el imaginario del electorado norteamericano.
Irán está ahí; Siria persiste y gana el brutal desafío que le intentaron imponer; los palestinos desechan a los Estados Unidos como un factor importante en algún arreglo con el Israel sionista; Rusia sigue su avance integral hacia su restitución como potencia de primera línea; China responde “palo por palo” a la guerra económica que se le hace desde las orillas del Potomac; y Corea del Norte mantiene y no congela unilateralmente su naciente fuerza nuclear porque moleste a USA, entre otros muchos ejemplos.
De este lado del planeta, la Venezuela Bolivariana aguanta firme y pica en ristre las andanadas de toda índole que pretenden destruir su democracia participativa y su unidad cívico militar, como muestra tangible de que América Latina y el Caribe no volverán a ser el manso y dúctil traspatio para sus serviles oligarquías y los intereses foráneos a los cuales se han entregado en cuerpo y alma.
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Cuba, por su parte, no ceja ni cejará en sus siempre reverdecidos empeños de desarrollo, integridad y dignidad. Y es que si Trump no perdiera tanto tiempo frente a insulsos programa de TV y dedicara al menos un rato a conocer y entender la historia, sabría que con esta Isla no hay más alternativa que el diálogo civilizado entre iguales, y que la resistencia en toda su extensión y variantes será siempre la respuesta desde nuestras riberas a cualquier amago de dominación y ultraje.
En consecuencia, podrá el presidente de los norteamericanos llenar todos los espacios que desee insuflando su gustada imagen de “duro, soberbio e inexpugnable”, cuando a ojos vista, en el “mundo real”, le va tocando ya ser el jefe de “la Administración que pondrá fin a la centuria de liderazgo mundial de Estados Unidos que comenzó en 1918", tal como cuatro años atrás (coincidente con su llegada a la Casa Blanca) le vaticinó el columnista Jackson Diehl en un diáfano y contundente artículo publicado en el rotativo The Washington Poust.
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