Hay un filme de ciencia ficción no muy reciente donde el representante de un concierto de civilizaciones extraterrestres que nos han observado y estudiado por siglos llega a nuestro planeta para cumplir una tajante misión.
Quienes lo envían impulsan la preservación del universo, y en el caso de la Tierra, después de largos debates y enjuiciamientos, han decidido hacer desparecer el principal factor que está destruyendo nuestro rico entorno: nada más y nada menos que al hombre, en tanto especie.
“No somos amigos de la guerra ni del exterminio que muchas de sus sociedades practican como algo natural y cotidiano, y durante demasiado tiempo asistimos a la ausencia de un cambio sustancial en esa destructiva actitud”, dice el misterioso enviado a sus interlocutores terrícolas.
“Por tanto, tan incorregibles súperdepredadores no tienen cabida por más tiempo”, aduce a seguidas el visitante, antes de iniciar la ejecución de una sentencia que admite “cruel, pero indispensable”, so pena de hundir al universo en un desastre futuro si no se cumple a cabalidad.
¿Y es que acaso somos así los integrantes de nuestra especie? ¿Nacemos y vivimos para desbaratar, corromper, arrasar y supeditarlo todo a la mezquindad y al egoísmo?
Es evidente que no. Así, por ejemplo, las pretendidas “civilizaciones bárbaras” sometidas por el capitalismo en pañales que se aposentó a viva fuerza en América a partir de finales del siglo XV, consideraban y aún estiman sagrada la naturaleza y proclamaban y demandan la más estrecha comunión con ella.
Y en nuestros días, las decenas de miles de personas que marcharon por las calles madrileñas para exigir responsabilidad oficial global con el acendrado cambio climático y fueron netamente embaucados por sus pretendidos representantes nacionales, corroboran que aquel sapiente “espíritu primitivo” no está muerto.
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No obstante, la reunión conocida por COP25 suena a fracaso. Quienes menosprecian y se burlan de los pronósticos científicos, o creen que su poder económico, financiero y militar les inmuniza frente a la debacle medioambiental, son los que dilapidan el valioso tiempo que va restando al planeta en malabares, diatribas de ocasión y dejadez en la adopción de soluciones urgentes y radicales.
Con amargura lo reiteraba el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, al cierre de prolongados debates sin consenso. “Estoy decepcionado con los resultados —enfatizó—. La comunidad internacional perdió una oportunidad importante para mostrar mayor ambición, pero no debemos rendirnos”.
De hecho, la conferencia trasladada a Madrid desde Santiago de Chile (escenario de masivas y prolongadas marchas populares antineoliberales) apenas quedó en un rosario de “preocupaciones” y difusos “propósitos” que deberán concretarse en Glasgow, Escocia, a fines del año entrante, mientras la temperatura de la Tierra ya marca alzas alarmantes con relación al incremento de 1,5 grados de la era preindustrial.
Al mismo tiempo, se registran cifras récord en la emisión a la atmósfera de gases contaminantes, y se aleja la perspectiva de que los firmantes del Pacto de París quintupliquen sus esfuerzos para que la variación de la columna de mercurio no equivalga a la de un virtual incendio global.
Solo ochenta naciones de las presentes en Madrid, explican medios de prensa, declararon estar dispuestas a “ajustar mucho más” sus planes contra el calentamiento global para el 2020. El resto juró “cambios” mientras cruzaba los dedos tras sus espaldas, en tanto que el Washington de Donald Trump ni se tomó el trabajo de mirar lo que aconteció en España.
De suicidio inducido califican no pocos estudiosos lo que se nos puede venir encima, analistas, activistas y figuras públicas responsables, un calificativo que nada tiene de excluyente y que contrasta con la percepción que medios informativos presentes en Madrid divulgaron sobre el comportamiento de unos cuantos presentes en la cita: “parecía que algunos gobiernos y mandatarios estaban metidos en una habitación insonorizada durante esta Cumbre”.
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