Siempre me gusta recordar un juicio que hace varios años publicó un analista norteamericano. “Todo indica —decía el experto— que Donald Trump será el presidente que asistirá al fin de la existencia de los Estados Unidos como primera potencia mundial luego de un siglo de preponderancia desbordada”.
Y el año que cerramos, 2019, confirma con toda claridad que a pesar de coletazos, bulla y muestras de “ira” Made in USA, este pronóstico posee entera validez. Con más razón doblemente “triste” para un mandatario egocentrista, carente de sentido de la medida, falto de seriedad, manipulador, mentiroso y cultivador acendrado de la “sandez histórica” que intenta imponernos el dogma de que, a la todavía cabecera del capitalismo, le ha sido otorgado por la providencia el “sagrado deber” de liderar a un universo de “mediocres e incapaces”.
El asunto es que Trump no ha podido en su actual mandato concretar casi nada de lo que intentó englobar en su conocida proclama de “los Estados Unidos primero”, la cual, por el contrario, ha sido el pivote para el más aguzado autoaislamiento en la historia de aquella nación.
El muro que “salvaría” a los norteamericanos de los malhadados inmigrantes del sur todavía es más entelequia que realidad. Washington ha perdido crédito global a montones con su salida unilateral del Pacto de París sobre cambio climático, el acuerdo INF con Rusia sobre misiles de corto y medio alcance, y el tratado en torno al programa iraní para el uso pacífico de la energía atómica.
A ello se une su “denuncia” particular de todo protocolo comercial internacional que le ha parecido “malo”, para quien solo acepta ganar a costa de otros, la absurda y peligrosa guerra arancelaria contra China, su multifacética y permanente arremetida contra sus socios de Europa Occidental a quienes desea como hacendosos siervos, y su política externa basada netamente en el chantaje, la doblez, la irresponsabilidad y la sanciones como lenguaje preferente.
De todas formas, y como signos claros de tiempos globales donde ya el ogro no asusta, están episodios como la pateadura a las fuerzas terroristas que alentadas por la Casa Blanca han intentado destruir y fragmentar a Siria; las negociaciones nucleares que Trump debió iniciar con Corea del Norte; la reciente firma con Beijing de un acuerdo para frenar la pretendida guerra arancelaria de neto doble filo declarada por la propia Oficina Oval contra China; la resistencia de Venezuela, Nicaragua y Cuba a las constantes agresiones imperiales; y el vigente estallido popular antineoliberal en varias naciones latinoamericanas, entre otros episodios que muestran la crisis del hegemonismo.
Y ni hablar del creciente (y sumamente alarmantes para Washington) poderío e influencia internacional de China y Rusia, su bilateral alianza estratégica en favor de un orden multilateralista que hace pocos días Vladímir Putin calificó como plenamente vigente y sin marcha atrás, y su multiplicada y decisoria influencia geopolítica en materia, económica, política y militar, como demostración de que el absolutismo de caprichosos y altaneros poderes va siendo, paso a paso, cosa del pasado.
Desde luego, no se trata este comentario de una exaltación voluntarista de la realidad. Todavía hay y habrá mucho que enfrentar, aún faltarán golpes y tragedias que asimilar y revertir, pero la tendencia apunta a una humanidad ampliamente participativa, a vínculos constructivos y mutuamente ventajosos, al respeto de los derechos ajenos, a la paz y la creación libres, y a la decencia global, sin aristas cada vez más firmes e irreversibles… Y 2019 afinca ese criterio a pesar de la mímica y las machaconas y roñosas catilinarias trumpistas.
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