Quedan pocos minutos de luz y la patana, que conecta entre sí y por mar a los asentamientos en la entrada de la bahía de Cienguegos, llega hasta Cayo Carenas por segunda y última vez en el día: 6 pm. Ir allí, aunque tarde, era imprescindible.
«El cayo», como le dicen quienes lo ocupan, sigue siendo un lugar misterioso, para esconderse de todos y del mundo, por ocio o por la fuerza de no poder salir, hasta que regrese un barco por ti.
Las casas han ido cediendo al tiempo, al mar, y a la soledad. Las habitadas resisten con belleza añeja, las vacías producen un aura de nostalgia, abandono y ternura. La de Lucía de Humberto Solas, no existe.
El cayo tiene playas pequeñas, muelles temblorosos, una Iglesia y trillos tupidos de poco usarse. Una planta, combustible para 10 horas de electricidad en las noches, cocinas de leña o gas y animales de patio y corral.
No se siembra, la tierra es demasiado seca. Hay aljibes en todas partes y el agua del año se almacena en cisternas, recolectada con las temporadas de lluvia densa; como enero, el mes en que fuimos.
Hace frío y el tiempo es frágil. Un chaparrón nos sorprende y el mar bate, pero no entra. Se contiene el temporal y sale un bote. La atarraya de pocos metros, atada de un muelle a otro, vuelve con él y la captura del día, comida para mañana. Es escasa. Habitual dentro de la bahía. No hay peces de tanto pescar.
Al cayo lo pueblan pocas personas, menos que las de antes. Están los nacidos aquí, que nunca se van, los que regresan solo en verano o los fines de semana y los que llegaron después a trabajar, a cuidar las casas. 6, 9, 20, no muchas más.
Amanece. Hace unas horas ya se apagó la planta eléctrica. Llega la patana vacía al mismo muelle que hace años le pronosticaron reparación. De ahí, para Castillo de Jagua, la CEN y finalmente Pasacaballos.
Antes de que nos devuelvan, pedimos más café, por favor.
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