Pienso de nuevo en sus pequeñas manos hundiéndose en la tierra pálida. Pienso que pensé entonces en mis propias manos, pero metidas en una tierra roja hasta el delirio, donde aprendí a cosechar papa y sentí esa especie de temor y de felicidad que da el surco cuando se pierde en el horizonte.
No me gustaban, debo ser sincera, aquellos días de trabajo productivo y pies enfangados, con un frío tremendo. El mismo frío que sintió mi madre adolescente recogiendo cebollas y durmiendo con la ropa encartonada para no tener que vestirse de madrugada con la piel aterida.
Mi madre aprendió cosas en aquellos años, sobre todo cómo funciona la tierra, cómo de sacrificado es hacerla parir, y ha guardado todo este tiempo el orgullo del recuerdo; el mismo que siento yo ahora cuando hablo de las matas de frijol, del trayecto en camiones, del caballo tomándose el jugo de guayaba de la merienda…
Aprendí, desde el organopónico del barrio donde los niños de la escuela primaria le sacábamos, algunas tardes, los bichos a la lechuga, hasta el campamento universitario en el que aquilaté el costo físico de doblarse sobre el cultivo apenas despunta el sol, que los resultados llevan esfuerzo, y que ningún trabajo intelectual es más importante que labrar el sustento de todos con las propias manos.
Por eso, cuando pienso en las manos diminutas de mi hija en el huerto del círculo, jugando a cuidarlo, echando agua a las plantas, aprendiendo de la tierra, agradezco esa experiencia y las sucesivas que vendrán, porque la harán empática, consciente y la conectarán con la Naturaleza, que es una forma maravillosa de enseñarle su importancia y necesidad de cuidado.
El trabajo de los estudiantes en labores agrícolas, por sencillo que sea, fomenta su conocimiento del mundo, su independencia y contribuye a hacerlos mejores. Hay que volver, una y otra vez, al ideario pedagógico de José Martí:
“Quien quiera pueblo, ha de habituar a los hombres a crear”.
“Una semilla que se siembra no es solo la semilla de una planta, sino la semilla de la dignidad”.
“El hombre crece con el trabajo que sale de sus manos”.
“Esta educación directa y sana; esta aplicación de la inteligencia que inquiere a la naturaleza que responde; este empleo despreocupado y sereno de la mente en la investigación de todo lo que salta a ella, la estimula y le da modos de vida; este pleno y equilibrado ejercicio del hombre, de manera que sea como de sí mismo puede ser, y no como los demás ya fueron; esta educación natural, quisiéramos para todos los países nuevos de la América. / Y detrás de cada escuela un taller agrícola, a la lluvia y al sol, donde cada estudiante sembrase su árbol”.
El sentimiento de colectividad, de contribuir y saberse parte, es otra ventaja de esas labores que hacen de las escuelas forjas de mentes y cuerpos, y también de conciencias.
Hay una belleza innegable en acercarse a la tierra, que es fuente de sabiduría. Trabajar ennoblece y esa lección se aprende desde temprano, cuando las niñas y los niños que son dichosos pueden trabajar jugando, como un ejercicio de aporte a su presente y al futuro.
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