Las carpas están en la explanada contigua a la entrada principal, dispuestas de tal forma que se logra, desde la estación de enfermería y triage, tener una panorámica de todo el sitio.
La montaña que suponen los botellones de oxígeno adorna el espacio central –no cubierto–, donde e personal de apoyo se encarga de moverlos continuamente hacia cada paciente que los requiera. En estas circunstancias resulta la mayoría. El oxígeno forma parte vital del tratamiento y supervivencia de estos enfermos.
Los licenciados y licenciadas en enfermería, así como el resto del personal de turno, parecen peones blancos (color de los trajes) en un juego de ajedrez, entrando a cada sitio correspondiente para cumplir sus funciones.
Muy cercano en el fondo, después de la cinta Amarilla que limita la zona roja, yace la capilla del recinto. No tiene grandes adornos, solamente una mesa sobre la cual reposa un mantel blanco –pulcro– y la imagen de Cristo crucificado que adorna la pared.
Pero basta para que feligreses e incluso “no creyentes” la visiten con frecuencia, agradeciendo y pidiendo salud para ellos, familiares enfermos y amigos. Toda ayuda es poca y la fe también hace lo suyo.
En el hospital, colindante con el océano y el puerto pesquero, se escucha con total nitidez la información referente a capturas y ventas que sale de los altoparlantes, y otros pregones afines a la actividad. La fábrica de harina de pescado para la exportación, igualmente aledaña, por momentos deja percibir sus olores que, a pesar de los medios de protección, nos inundan cuando la brisa caprichosa los trae hacia nosotros.
En este centro asistencial chimbotano, cada cual lleva su rol, sabe lo que se tiene hacer y cómo hacerlo. No hay gritos aunque algún momento lo merite y siempre, con un metal bajo de voz, se indican acciones que también son cumplidas sigilosamente.
No he visto a ningún trabajador desalentado o triste. La música que en ocasiones se escucha “distiende” de alguna manera el ambiente. Prima el buen humor y –ya lo he dicho– la camaradería.
“El eterno” La Rosa es un paciente cuya larga permanencia en esta zona roja le ha valido el seudónimo. Además de resultar positivo a la Covid-19, posee antecedentes de otras enfermedades crónicas respiratorias que dificultan su manejo. Por ello, se ha reinfestado de forma continua y ha necesitado consecutivas terapias antibióticas.
Los pacientes de larga permanencia en las salas de atención al grave suelen “cansar” al personal que los asiste y, regularmente, puede que se interpreten y traten como casos sin solución. Los médicos, en situaciones de saturación como esta, podrían focalizar mayores esfuerzos en otros con más posibilidades de recuperarse.
Sin embargo, a este enfermo, como a otros, se le ha brindado el mejor cuidado y, aunque de manera jocosa sea llamado “el eterno”, esa voluntad de supervivencia solo demuestra su fortaleza física y el carácter de quienes lo han atendido hasta el momento.
Tatiana es el nombre de una doctora peruana que trabaja en la atención a los pacientes Covid-19 que se han complicado. Con ella coincidimos mientras asistíamos a este tipo de casos. Nos recibió complacida y admirada de que dos especialistas cubanos –un intensivista y un neumólogo– a la par suya, escribiéramos en las historias clínicas.
Mientras corría nuestro turno, comentó que trabajaba y vivía en la capital peruana, Lima, en la zona del Callao, y que sus colegas la fustigaron cuando decidió dejar las comodidades de la gran urbe para trasladarse a su pueblo, Chimbote, y ayudar a su gente ante la grave epidemia.
En otro momento del día aseguró, jovialmente, haber cambiado las carteras y los tacones de moda por los zapatos de trabajo.
El doctor Sollet –nuestro neumólogo cubano– interrumpe y le avisa que lo que acababa de decir sería utilizado por mí para escribir luego.
No estaba equivocado mi amigo –hermano en esta batalla–, pues como novel escribidor me entusiasman las buenas historias que nacen de las buenas causas y esta, sin dudas, es una de ellas. Esta joven médica peruana ha descubierto su lado más humano y nos ha dado una lección de vida.
Hoy leía en un artículo sobre la situación de la pandemia en Perú algo interesante y verdadero. Decía que “el coraje” no es perder el miedo, sino tenerlo, reconocerlo y superarlo. Esta doctora, como muchos otros del personal médico y paramédico, es una perfecta corajuda.
Luis Denny
5/7/20 10:17
Bien por los colegas del hospital la Caleta. La victoria es cierta
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