Son las ocho de la mañana y el teléfono me despierta. Como me acosté a las cuatro pienso en la fatalidad de haber perdido el sueño. Hansel, un amigo, me envía un mensaje de texto. “Murió Galeano y creo que le debes una crónica”, dice. Pienso entonces que la verdadera fatalidad es una circunstancia mucho más definitiva, ajena todavía a mi remordimiento, a toda mi bronca con la hora, a toda mi bronca con la conciencia.
Mi amigo descree de la literatura, sencillamente no lee, o no lee nada que no sea Eduardo Galeano. Hace cinco años, cuando terminamos el servicio militar, le regalé mi vieja edición de El libro de los abrazos y desde entonces nunca ha salido de su mesita de noche. Para él la literatura es una unidad tripartita que comienza y acaba con El libro…, Memoria del fuego y Días y noches de amor y de guerra, para él la literatura, a pesar de sus esfuerzos, ha tenido solo un nombre.
Pienso en la crónica que debería escribir pero estoy demasiado huraño. Telesur dice que el escritor ha muerto en una clínica de Montevideo en la que desde hace varios días estaba internado. Lo imagino tumbado en su cama, el rictus descompuesto, dotado de una fragilidad lejana a su verdadero semblante, consciente, ante la eminencia de la muerte, de que la eternidad y la memoria le pertenecen.
Mi primer recuerdo del escritor es un libro amarillo y negro que encontré en la biblioteca de mi abuelo. Después hubo momentos de mi vida en los cuales traté, inútilmente, de ser Galeano. Llegué a apostar con un profesor que podía imitar aquella suerte de crónicas-poemas-disparos que han sido los textos del uruguayo, y la engreída diletancia no me abandonó hasta el momento en que me senté a escribir y entendí que era imposible imitarlo, que hay abismos que no vale la pena desafiar.
A Galeano le debo, además, algunos momentos superlativos en la historia de mi vida: Las noches de interminables conversaciones con mi amigo y la resaca del amor de la mujer más hermosa de cuantas tuve jamás. Estaba entonces en el preuniversitario y había perdido mi libro amarillo y negro. Ella lo encontró. Yo lo reclamé. Ella no quiso dejarlo hasta comprobar que de verdad era mío. Entonces le hablé del hombre del pueblo de Neguá que pudo subir al alto cielo, le conté la hermosa etimología de la palabra recordar, le hablé del origen del mundo, del pequeño abrazo.
Son las tres de la tarde y en la redacción de Cubahora preguntan quién va a escribir la crónica sobre la muerte del escriba. Permanezco callado a pesar de la conciencia. Soy un cobarde. En el chat una amiga me dice que la muerte prefiere el mes de abril. Es cierto, hace casi un año perdimos a García Márquez. Hoy, trece de abril de dos mil quince, perdemos a Eduardo. “Yo voy a escribir la crónica” le digo a la gente, pensando en que mi último recuerdo del autor de Las venas abiertas estará marcado por el remordimiento de una crónica que antes no me atreví a escribir.
Como si el irrestricto remordimiento no fuera un castigo suficiente, llueve. No me entristezco con la lluvia que ahora lo limpia todo, es como si las nubes lloraran, he recordado. La lluvia, en cambio, me lastima. Ha dejado de ser bendición para ser lamento, un lamento melancólico bajo el signo de una muerte donde no sucumbe el hombre sino su esencia, una muerte con suficientes motivos ilusorios y sin motivos reales, también marcada por el signo de la lluvia.
En mi subconsciente ha vuelto a estallar una voz, más que una voz es un chillido agónico: Hace quince segundos se murió el poeta/ y hace quince siglos que notamos su ausencia, dice. De alguna forma, también siento alguna conexión con las palabras de Eduardo cuando, en un artículo de fiero periodismo, nos llamaba a auscultarnos sin canonjías y a desterrar las presunciones revelándonos que no hay deshonestidad más grande que la autocensura y que, aunque dolorosa, existe una fórmula para detener la profusión de las cabezas de Medusa.
La vida se esparce, acontece, es un designio del que no podemos escapar los que de alguna forma cargamos la cruz de la conciencia, los que no hemos podido escapar de la nostalgia, o al menos de la sorpresa. Dicha condición habría que encontrarla, acaso, en algún punto impreciso de la estupidez humana.
Yo podría ser feliz a pesar de la lluvia, a pesar de mi remordimiento, de la estupidez. Pero Eduardo esta vez no camina por alguna calle de Montevideo, no hunde su cuerpo en algún suéter y sale a tragarse el salitre de la rambla que ahora imagino tan triste. Mi amigo vuelve a llamar, sigue consternado. Cuando maldice no ve la partida como un signo inevitable, en un acto de perfecto egoísmo solo entiende que Galeano no está y para él, simplemente, la literatura ha muerto.
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