“No tenemos mucho acerca de esa pieza”, así me dijo el Dr. Ginley Durán. El cadáver del Rolls Royce Phantom I fabricado en 1927 descansa en un laboratorio de la Universidad Central de Las Villas como un testigo mudo. Sus leyendas se mezclan de forma concéntrica en anillos de sentido que apuntan hacia un periodo trágico de la historia cubana, ese que estuvo marcado por constantes desprendimientos, por caos creativos y por olvidos que fueron perdonados. El Dr. Durán es un conocedor de cada uno de los valores de la casa de estudios, su cercanía con este ejemplar le permite catalogarlo como una de las piezas de mayor interés desde el punto de vista académico, cultural e histórico. El Rolls Royce nos habla de una época en la cual se vivía una lógica existencial relacionada con el tejido de una sociedad que se metamorfoseó hasta tornarse un ser totalmente distinto.
La ausencia de cuidados contundentes, la pérdida de algunos de sus valores y del color y la pujanza de antaño; hacen de este rey de los autos una especie de mendigo, un monarca destronado que observa desde un rincón cómo la historia da volteretas y se posa en los sitios más inverosímiles. No obstante, sigue siendo, en su vacío, en su depresión perenne, un sujeto que atrae y genera fascinación. Su llegada a la universidad en el año 1959 estuvo marcada por un tiempo de expropiaciones, sin embargo, no aparecen registros de que haya pertenecido a uno de los tantos magnates que en ese momento perdieron riquezas materiales. La nebulosa se traga todo tipo de certidumbre y apenas se cuenta con una anécdota marginal que narra que un buen día un señor lo trajo hasta la puerta. “Ahí les dejo esto”, dijo y se fue. No existen datos, no se conoce el nombre del chofer fugaz del auto. Todo se hunde en un pantano de sentido que se ha tratado de rellenar con elementos disparatados y mitos.
Se ha dicho que es el auto de Marta Abreu, pero la fecha de fallecimiento de la benefactora en París en 1909 impide que pudiera usar un auto que se fabricó mucho después. Ese es el primer bulo que lanzaron en su momento y que en redes sociales aparece reiterado, sin que el Rolls Royce tenga la posibilidad de salir a los foros y contar de primera mano y en su voz su verdadero pasado. Otras versiones lo colocan en manos de magnates nacionales de diversas ramas y empresas, pero nada hay en concreto que lo demuestre. Las conexiones con la Cuba que se esfumó parecieran tan fantasmales como el propio nombre del modelo: Phantom.
Cada ejemplar de Rolls Royce tiene una gran particularidad: son modelos hechos de forma manufacturada y por pedido, lo cual los transforma en sujetos únicos. Del que descansa en la universidad de Santa Clara se dice que solo hay uno que se le asemeja y que los ingleses lo tienen en un museo resguardado, ya que en su momento perteneció a un príncipe del lejano Nepal. Las imágenes en paralelo de ambos autos hermanos son increíbles si se convocan a la manera de un filme de la época. Por una parte, las calles cubanas, el brillo de la carrocería que refleja los balcones y las rejas de las casas, los vendedores ambulantes y la gente con sus trajes de inicios de siglo en la isla tambaleante y precaria que trataba de ser nación. Por otro lado, las montañas asiáticas, los templos budistas, la servidumbre feudal, el lujo obsceno de los señores, la decadencia y la opulencia en una pugna abierta, la distancia cultural. Dos seres que pueden contar vidas dispares, pero que permanecen en silencio. Los unen la tragedia del hundimiento y la gracia de la memoria, la vitalidad que resuena en ecos débiles y cada vez menos audibles. Los une el empuje de seguir aquí a pesar de que sus sustancias internas se estén deshaciendo con la rapidez de una maldición.
Pareciera que la historia ha tejido ondas que conectan cada uno de estos autos con un legado mitológico, que no basado en la lógica ni en los hechos. La propia marca surge de la obsesión del ingeniero autodidacta Henry Royce por los motores y el logro de una eficiencia total: menos ruido, más rapidez y liviandad, lujo con mesura y clase. Su idea se tornó realidad cuando se unió con el aristócrata y empresario Charles Rolls, quien tenía los recursos y la visión necesaria para que todo marchara sobre ruedas. En un corto periodo, se comenzó a generalizar el slogan: el mejor auto del mundo. El precio de cada ejemplar ascendió y se volvieron tan caros, que solo miembros de la nobleza o personas acaudaladas lo poseyeron. Rolls Royce se transformó en un símbolo del poder del Imperio Británico que en la década del veinte alcanzó su máxima expansión, cuando tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, se anexara muchos de los territorios coloniales del bando perdedor. Un obseso de los motores y un noble que adoraba correr autos en competencias de la época dieron paso a una invención llena de nubes de sentido y de símbolos vinculados a la expansión, el dominio del mundo, la pasión, el instinto de poseer.
En cuanto al logo de la Rolls Royce, fue un encargo de un noble inglés que quiso reflejar a una amante furtiva de esa manera. Lady Eleanor era su secretaria y por convenciones de la época no podían hacer público su nexo. La estatuilla del susurro que representa una mujer alada acompaña desde entonces a los modelos de este auto y pareciera que precisamente el secreto, lo oculto, se ciernen sobre este cadáver detenido en un rincón de una ciudad cubana. Una inmensa estatua invisible se erige en las noches sobre la Facultad de Ingeniería Mecánica, recorre los pasillos, mira hacia las aulas vacías y hace con sus dedos la señal del silencio (pareciera que se lo está imponiendo a sí misma), como resguardando su reputación de dama inglesa, de ejemplar único y vinculado a una era perdida. Cada uno de los anillos de sentido del Rolls Royce de la universidad nos constriñen a quienes buscamos su verdad, nos arroja a un fuego de incertidumbre. El hecho de que se sospeche de una expropiación ha frenado incluso impulsos de restauración en el exterior. La sombra de que pudiera abandonar los salones de aprendizaje lanza pavor sobre todo el que lo ha visto y que sintió una fascinación casi inmediata y enfermiza por verlo andar, por poseerlo. Desde el año 2014 no anda, pero antes de eso participó en festivales de arte, en los cuales los jóvenes lo montaron. Era el fantasma del poder, el tigre imperial transformado en un gato doméstico, cuyos dientes ya eran quimeras legendarias.
La estatuilla de Eleanor, también conocida bajo los nombres de: “El susurro” y “El espíritu del éxtasis”; sigue fascinando por su historia y contamina cada uno de los ejemplares de esta marca con el final trágico de aquel amor. John Walter, segundo barón de Montagu de Beaulieu, se obsesionó al punto de querer a Eleanor Velasco Thornton sobre el capó de su auto. La escultura, especie de recreación de Atenea Niké, intentaba sostener el triunfo de la pasión por encima de los prejuicios. Los amantes no podían exhibirse, pero en cambio el barón iría a cada evento social con la imagen de su adorada en el sitio más público: la carrocería del vehículo. La historia sitúa a los amantes en un viaje en barco hacia la India en 1915, ya que el barón fue destinado a un puesto en dicha colonia del Imperio. La nave fue torpedeada por un submarino alemán y ella perdió la vida. El legado del susurro sobre los capós de los autos trasciende aquella separación abrupta, se impone y nos lleva a pensar en esa mezcla oscura que acompaña a la posesión y que la relaciona con el pecado y la muerte.
Al acercarnos al Rolls Royce de la universidad, hay un tono agudo, casi inaudible, que marca la experiencia. Es el canto de una muchacha que habla de su pasión perdida, de su secreto y el dolor de no poder consumar algo que la condena. Las notas de esa melodía crecen cuando ponemos una mano sobre la carrocería, acariciamos sus grietas e imaginamos cómo eran aquellos años luminosos. Este ejemplar fue fabricado cuando la tragedia ya estaba en los diarios de la época y se hablaba del amor prohibido y de sus resultados fatales. Hasta sentimos que el canto sale no de las máquinas del carro, de sus pistones y caballos de fuerza, sino de las profundidades del mar, justo de entre las rocas que aprisionan un barco hecho pedazos, con algas, corrosión, oscuridad y un silencio que rehúye comprensiones.
La dama del susurro está en su periodo de mayor decadencia, convertida en un fantasma que se niega a desaparecer. Quienes pasan por el salón, no intuyen que ahí yace el recuerdo de una pasión trunca. Apenas existe una crónica o algún que otro registro académico y frío de la pieza y sus virtudes. En los anaqueles de la universidad, la ausencia de este pasaje se siente como un peso, una iluminación que trasmite las punzadas de dolor y de una credulidad en las leyendas rayana en lo absurdo. Se siguen repitiendo los viejos adagios en torno a una melodía única, los temas acerca del auto de Marta Abreu, de la expropiación de un magnate, la anécdota de un chofer misterioso que deja la pieza casi en un gesto de abandono. Todo el carrusel de imágenes no llena ni nos deja complacidos a quienes deseamos contactar con el fantasma.
La marca Rolls Royce con su estilo tradicional y la manera de fabricación por encargo y manufactura fue tornándose fuera de una época en la cual se impuso el montaje en serie automático. Aunque se mantuvo como un auto de lujo, con la fama de ser el de mejor calidad, el mercado le fue pasando factura. El estado británico llegó a subvencionar la empresa, ya que se trataba de un símbolo nacional, una huella del prestigio imperial de antaño. No obstante, en 1998 la firma alemana BMW compró la Rolls Royce por menos de cien millones de libras esterlinas. Parecía el fin de un legado de orgullo y poder, en el cual se podía sentir el tintineo de la nobleza británica y sus pasiones. Hoy, a pesar de los vaivenes irónicos de la historia, el coche más caro del mundo es el Rolls Royce Boat Tall que cuesta 23 millones de euros. La distancia entre aquellos primeros modelos y los actuales es inmensa en el tiempo, pero los une la misma mujer alada, cuya melodía se niega al silencio y que recorre lo mismo una carretera en Europa que el polvo de un taller desahuciado en una universidad cubana.
Una de las canciones más famosas de los Beatles es “Eleanor Rigby” y narra, precisamente, la historia de una muchacha que recoge los granos de arroz en una iglesia donde hubo una boda. Su historia de soledad la lleva a guardar un retrato detrás de una puerta y recorrer una vez y otra los mismos lugares. Es un fantasma, enterrado en su propio recuerdo repetido en bucle. El estribillo de la canción resuena con los mismos acordes de la historia de la dama del susurro: “¿De dónde provienen todas las personas solitarias?”



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