Dice Enrique Pineda Barnet que a él poco le importan esas estadísticas, que las primeras veces lo tienen sin cuidado. Pero a alguien que quiere escribir sobre lo que tanto se ha escrito le urge halar la madeja por un hilo diferente.
Y sí, La Bella del Alhambra, esa película inmensa, también gateó antes de saltar de cine en cine, de ciudad en ciudad, de corazón en corazón. En 1991, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España le confirió el Premio Goya a la mejor película extranjera de habla hispana. El filme pasaba a la historia como el primero producido por Cuba en alcanzar tal reconocimiento.
Los premios vienen y van, pueden ni siquiera llegar. Ser premiado es relativo, subjetivo, acepta Pineda Barnet. No le falta razón. Entonces habla de lo importante, lo que queda aunque un jurado mencione otro nombre en la sala: La Bella… unió mucho al equipo de producción. Los amigos son para siempre.
Pero la cosecha no acaba ahí. En breve, el largometraje coquetea con el dorado del Oscar. Se convierte en el primero hecho en la isla que aspira al lauro. Ese es otro de los reconocimientos que mereció por decenas la cinta entre 1989 y 1991.
La película, por si fuera poco, salvó a Enrique en parte de la Cuba más difícil. Empezaba ese cúmulo de hambres y ausencias que el gobierno bautizó eufemísticamente como Período Especial. Gracias a La Bella, Pineda Barnet visitó el aeropuerto como pocos cubanos en esa época. Merecido lo tenía.
Y en ese ir y venir, Julio García Espinosa, que había colaborado en el guión del filme y presidía el ICAIC, recibe una carta de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. La propuesta de nominación del filme le abría las puertas de esa institución al cine cubano. Ese año, 1991, ganó Mediterráneo, del italiano Gabriele Salvatores.
No importaba demasiado. No importaba tanto si La Bella… había conseguido ser un puente cultural entre las antípodas, si Cuba y Estados Unidos dejaban las bayonetas y se sentaban juntos a ver 108 minutos de música e historia.
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