Dicen los que la han visitado, que quienes llegan a la base de la Estatua de la Libertad, en la bahía de Nueva York, reciben siempre el mismo discurso: “Usted está ante la representación del espíritu norteamericano que creó una democracia por todos y para todos.”
Deberían añadir los atentos guías, por ejemplo, que a la inauguración del monumento en octubre de 1886, donado por Francia y que esperó meses en su embalaje porque nadie en Washington ponía el dinero para colocarla en su pedestal, se le prohibió el total acceso a las mujeres neoyorquinas por su condición de “seres inferiores a los hombres”.
Se dice que las pocas que se acercaron a la ceremonia, integrantes del movimiento a favor del derecho al voto para las féminas, lo hicieron a bordo de una embarcación alquilada que fue interceptada por las autoridades en plena navegación y alejada por la fuerza del lugar.
Así, la mujer de cobre de 46 metros de alto y 225 toneladas de peso, ideada y esculpida por el artista galo Frédéric Auguste Bartholdi, a pesar del simbolismo de independencia e igualdad que intentó imprimirle su autor, asistió impávida al primero de los actos discriminatorios que ha debido presenciar en “el país de los bravos, los libres y los justos” desde su ubicación definitiva en la pequeña Liberty Island, en las aguas al sur de su par de Manhattan.
Fue, aquella primera experiencia, sin dudas, una notable muestra de “igualdad de derechos democráticos”, que se ha visto “multiplicada y enriquecida” en los ciento treinta y tres años de “inmigrante legal” del monumento en los Estados Unidos de América, espacio donde, por demás, la sacrosanta Constitución solo reconoce como “hombres dotados para la libertad” a las exiguas clases pudientes que la redactaron, y que negaron y niegan históricamente la condición de seres humanos a “razas y sexos imperfectos”.
Aquellos iluminados podían entonces darse el lujo de poseer esclavos, maltratar y expoliar a la mujer, masacrar indios, desalojar hispanos, linchar negros, invadir a asiáticos y mesorientales, y demonizar todo pensamiento, creencia y cultura ajenos…es más, se estimó y estima como un “deber” hacerlo a tono con la “misión civilizadora universal” que les ha otorgado la Providencia como estirpe puntera.
Y es que así son las cosas entre los poderosos, porque la democracia que proclaman, que nos venden, y que imponen incluso por la fuerza, es solo válida en tanto instrumento para sojuzgar, engañar y explotar.
Hay otros ejemplos que recordar. En esta nuestra América Latina, el “espíritu” de la democracia a la usanza Made in USA ha sido y pretende ser aún por largo tiempo el fantoche político de turno.
Quien protestase, se levantase o cuestionara el sacrosanto modelo era y es identificado de inmediato como sedicioso, incivilizado, revoltoso, violento y comunista…así de sencillo. Mientras, en las alturas del poder, las clases acomodadas, dependientes de los dictados norteamericanos, manejaban los hilos electorales, manipulaban con esmero el escenario, dedicaban espacio a la demagogia y el engaño, y no dejaban atrás, de ser necesario, el fraude y la ilegalidad para mantenerse en sus pedestales.
Era, y todavía suele ser, nos decían y dicen, el proyecto político más “limpio, escrupuloso y equitativo” concebido jamás por la mente humana…y cuando las cosas se ponían difíciles entre los “incapaces”, la violencia retomaba los cauces para restablecer orden y compostura.
No obstante, el mundo cambiaría, y luego de siglos de lucha por sus reivindicaciones, esos mismos pueblos latinoamericanos y caribeños, organizados en sus movimientos sociales y agrupaciones progresistas, llegaron a no pocos gobiernos del área.
Habían triunfado en las urnas mediante el uso de las rutas marcadas y santificadas por los mismos explotadores, y ahora, entrampadas en su histórica monserga, no pocas oligarquías quedaron boquiabiertas.
Después, ya nada importaría. La “democracia” había cambiado de usuario, y eso comportaría para los opulentos de dentro y de afuera la transformación de su discurso y su actuación hasta nuestros días, donde con total desenfado dejan atrás la remozadas caretas y vuelven al infierno de criminalizar a dirigentes y agrupaciones populares, y derrocar gobiernos legítimos para perpetuarse en el poder.
Y mientras, sobre su podio de Liberty Island la señora de la antorcha y las cobrizas sandalias sobre cadenas rotas, consecuente con los sentimientos y las manos que le dieron origen y forma, tal vez haya considerado no pocas veces mudarse a un pedestal y bajo un techo más dignos y en nada falseados.
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