La reciente visita de la alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, Michelle Bachelet, a Venezuela, se inserta en el conjunto de misiones internacionales presuntamente interesadas en encontrar soluciones, según sus criterios, a la tensa situación interna, mientras Estados Unidos sigue su política de sanciones contra ese país, el verdadero meollo de la crisis.
Bachelet, dos veces presidenta de Chile con gobiernos que ni siquiera intentaron rozar los intereses de los grandes capitales nacionales, llegó a Caracas a mediados de la pasada semana para entrevistarse con los distintos sectores oficialistas y de oposición. Su interés era conocer in situ la situación de los derechos humanos en una nación que resiste las extremas medidas imperiales, amén de sus contradicciones antagónicas con una oposición ambivalente, derrotada políticamente y dispuesta a mantenerse a flote a cualquier costo.
La Alta Comisionada, invitada por el presidente Nicolás Maduro, cumplió durante tres días (de miércoles a viernes) una apretada agenda en la que se entrevistó con los máximos dirigentes de la Revolución Bolivariana y también de la Asamblea Nacional en desacato y su presidente, el cada vez más opaco Juan Guaidó, erigido en líder de los sectores opositores.
Poco antes de retirarse, la funcionaria de la ONU hizo unas declaraciones en las que hizo alusión al bloqueo económico, comercial y financiero que impone Estados Unidos a Venezuela para matar de hambre y enfermedades a su pueblo, y expresó “preocupación” por el negativo impacto que la extrema medida “exacerba” y “agrava” la preexistente crisis económica.
Su visita de 72 horas fue precedida por una misión de la Comisión que recorrió la nación suramericana semanas antes y que tuvo un final momentáneo ya que serán dadas las conclusiones en los próximos días, según adelantó Bachelet, quien alcanzó un acuerdo con el oficialismo para mantener en Venezuela dos funcionarios con el mandato de proveer asesoría y asistencia técnica, y monitorear la situación de los derechos humanos.
Visto así, y aunque la presencia de la Alta Comisionada da muestras del supuesto interés de Naciones Unidas (ONU) por el tema venezolano, por el que también se preocupan —y no siempre sanamente— otras muchas fuerzas políticas, es preciso recordar que en los salones de la organización internacional y con su anuencia —según denunció Caracas— se ha atacado por partidos opositores al gobierno de Maduro, dada la debilidad demostrada por su Secretaría General, evidentemente presionada por Washington.
Los resultados prácticos de la estancia de Bachelet en Caracas se verán a futuro, aunque queda en suspenso si los parámetros por los cuales la ONU mide los derechos humanos son los mismos que entiende el gobierno de Maduro, un presidente legítimo, electo en las urnas, a quien Guaidó, intentó suplantar al autoproclamarse por órdenes de la Casa Blanca como mandatario interino de la nación con las mayores reservas de petróleo y oro del mundo, entre otros recursos naturales.
La participación de otros Estados en la búsqueda de soluciones a la llamada crisis venezolana pasa, en primer lugar, por detener la feroz política de las administraciones norteamericanas contra ese país, al que ataca de manera soberbia y furibunda desde que el líder revolucionario Hugo Chávez Frías, ya fallecido, ganara las elecciones de 1998 abriendo una nueva etapa política en un país dirigido hasta entonces por los grandes capitales estadounidenses.
Sin embargo, tras la asunción de Maduro —y también antes en su primer mandato—, son numerosos los intentos por derrocar la Revolución Bolivariana e instalar un régimen capitalista, incluidos intentos de magnicidios, atentados al sistema nacional de electricidad, violencia callejera.
De los primeros que quisieron intervenir en Venezuela está la Organización de Estados Americanos (OEA), otro apéndice del régimen derechista estadounidense, que siempre estuvo a la ofensiva con amenazas a los países que intentaran brindar su apoyo al gobierno legítimo de Caracas.
A pesar de sus triquiñuelas, el secretario general de esa organización integrada por 34 países, Luis Almagro, nada ha conseguido con su política de odio contra el proceso socialista suramericano, debido, en primer lugar, a la monolítica posición de los países del Caribe, opuestos a cualquier tipo de intervención en suelo venezolano, ni humanitaria, ni militar.
Como fracasaron en la OEA, un grupo pequeño de gobiernos de derecha formaron en Perú el llamado Grupo de Lima, que cada día pierde fuerzas. Aliados incondicionales del presidente Donald Trump, prefieren utilizar las campañas terroristas desde las fronteras comunes o, como ocurrió en febrero pasado, para espectáculos de la oposición, como la fallida deserción de soldados venezolanos que entrarían por la localidad colombiana de Cúcuta —según Guaidó— y entrarían en Caracas con ayuda humanitaria enviada por Washington.
El fracaso de la operación puso en ridículo a tres presidentes latinoamericanos allí presentes que esperaban entrar triunfantes en Caracas y demostró que Guaidó no sabe siquiera mover sus hilos de títere para lograr una impensada deserción masiva en las Fuerzas Armadas Bolivarianas.
Ese grupo que va cuesta abajo, ya que entre ellos ha cambiado la correlación de fuerzas, tiene el encargo personal de Trump de hacer el trabajo sucio, es decir, fomentar la violencia para tratar de llevar el caos a sus vecinos socialistas.
En este contexto surge el llamado Diálogo de Oslo, bajo los auspicios de la Unión Europea —que acaba de imponer nuevas sanciones a Venezuela— cuyos resultados están por verse aun, pero que constituye otro intento de, mediante conversaciones, siempre desechadas por la oposición mientras Maduro ocupe la Presidencia, encontrar una solución interna al tema político.
Con las negociaciones en Oslo hasta Guaidó estuvo ahora de acuerdo, quizás pensando en que hay dos posibilidades: si las negociaciones fallan, Estados Unidos podría movilizar a los estados colindantes para una agresión bélica, y si resultan positivas, el seguiría, salvo órdenes superiores, ostentando un cargo ficticio, pero que le ha dejado evidentes ganancias.
Eso, si Washington no decide eliminarlo, pues a su evidente debilidad política se unió ahora el escándalo del robo de 20 millones de dólares enviados como ayuda humanitaria al espectáculo de Cúcuta, pero que desaparecieron como por arte de magia. La fiscalía venezolana montó una investigación para determinar qué elementos opositores se adueñaron del dinero.
No es la primera vez que se procura llegar a acuerdos bilaterales, como cuando se celebraron los diálogos en República Dominicana el pasado año, con apoyo internacional, pero que fracasaron porque la oposición se retiró abruptamente el día en que se firmarían los acuerdos.
Quizás en el interés positivo de una búsqueda pacífica de soluciones a problemas creados por la intromisión foránea en los asuntos internos de Venezuela se mantienen diálogos y visitas de políticos internacionales, pero de los últimos ninguno ha nombrado al verdadero culpable: Estados Unidos y la aplicación de su odio neofascista. Salvo ahora, tibiamente, Bachelet.
ftp
24/6/19 14:27
Por qué Bachelet no resolvió o intentó resolver los problemas de los chilenos, que son muchos, los estudiantes universitarios se pasaron muchoooo tiempo en las calles pidiendo reformas serias en la educación superior de alló, no atendió eso...por qué no condena a la OEA y Almagro por meterse en los asuntos internos de venezuela?
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