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miércoles, 20 de noviembre de 2024

Alejandro

Nos conocimos en quinto grado cuando empezamos a estudiar ballet y, desde entonces, su estampa no cumplía a cabalidad con lo que –todavía aseguran¬– debería ser característico de un “hombre a todas”.

Mario Ernesto Almeida Bacallao en Exclusivo 17/05/2020
3 comentarios
Escuela de Arte de Matanzas
En noveno se cambió para danza, aprobó el pase de nivel y comenzó en la Escuela Nacional de Arte

Algunos tonos, determinadas gesticulaciones con las manos o el rostro y la forma de bailar reggaetón en las recreaciones escandalizaban a ciertos profesores que estaban seriamente “preocupados” con lo que Alejandro* proyectaba y, más aún, con lo que “podía llegar a convertirse”.

“Camina bien, compadre”, le decían. Y le decíamos también nosotros y nos lo decíamos todos, porque, de alguna forma, desde el primer día nos hicieron asumir que nadie podía llamar “patos” a los bailarines.

Nos vigilábamos unos a otros. Nos tranquilizábamos con que nosotros no, pero los de danza sí, que mira el gritico que se te fue, que vamos a jugar pelota con la zapatilla enrollada, acere, a tirar piedras, a fajarnos… y deja las cuquitas para las hembras. Al final, después de tanta pamplina, todos terminábamos jugando yaquis.

Pero Alejandro era quien estaba en la mira y ello alcanzó su punto neurálgico cuando, en octavo, el jefe de año decidió “atajar” de una vez el asunto. Lo peor, me involucró.

Nos apartó a ambos y sentenció que “desde ahora, Alejandro se va a sentar al lado tuyo para que tú le enseñes cómo se proyecta un ‘hombre de verdad’, para que le corrijas el paraíto, las manos”… y hasta las puñeteras inflexiones de la voz.

No me voy a vestir de santo. En un principio me sentí elogiado de que el profe pensara de esa forma de de mí y, en cuanto a la iniciativa, me resultó incluso coherente con la manera en que nos veníamos comportando desde la llegada a aquella academia, donde insistían, como si fuese una honra, que la escuela cubana de Ballet, una de las cuatro grandes del mundo, se caracterizaba, entre otras cosas, por la virilidad de sus hombres.

Me aterra recordar… la manera en la que Alejandro dijo “sí, profe, sí”, la presunta superioridad moral con la que yo le insistía: “Alejandro, acuérdate, la mano” y como él respondía bajando la cabeza: “Verdad, compadre, verdad”.

Una tarde, el jefe de grado me comentó que estaba orgulloso porque había visto a Alejandro apretujando a una chiquilla de danza en un banco y “coño, claro que sí, como un macho” y la leve envidia mía porque, aunque muy macho y todo según el profe, yo era tan mojigato que apenas había besado a una muchacha en mi vida, mientras Alejandro a cada rato tenía esa especie de aventuras y era desinhibido, fiestero, alegre…

En algún punto comprendí que todo aquello resultaba una estupidez y con el tiempo asumí que se trataba nada menos que de un horror, en el cual no tuve otra culpa que la del cómplice directo o quién sabe si la del verdugo.

Alejandro continuó sonando. En noveno se cambió para danza, aprobó el pase de nivel y comenzó en la Escuela Nacional de Arte.

Yo entré al pre, y por muy tipo duro que trataba de hacerme, todo el mundo decía: “Oye, pero que raro camina el chama ese. Va como dando brinquitos”.

Más de una vez escuché de antiguos compañeros de estudio: “¿Te enteraste como anda Alejandro? Dicen que se destapó completo”. Y yo me preguntaba para los adentros, en cada ocasión con más roña, por qué carajos tenía que importarnos tanto.

Siete años después, en otra ciudad, casi con otras caras, casi con otras vidas, la casualidad nos reencontró en una guagua. Yo acababa de abordar y escuché mi nombre salido de una voz gutural y lejanamente conocida. “Contra, Alejandro, mi hermano”.

Era de noche. El ómnibus prácticamente iba vacío y nos sentamos en uno de los asientos dobles de atrás. “Voy para el trabajo”, me dijo. Hablamos con la euforia de los grandes reencuentros, apareció el manido “mira que el tiempo vuela, ayer estábamos de este tamaño”, los recuerdos de las clases de ballet, comentó sobre mi voz, de “cómo te ha cambiado” y preguntó por mis padres.

En cierto instante recibió un mensaje y percibí que intentaba escribir sin que yo pudiese ver. Fueron varios minutos en silencio. Pensé decirle que “aún me atormenta lo que pasó en octavo, que no me lo perdono, que fue una barbaridad y no lo vi…” pero no tuve el valor y me limité a pedirle su número de teléfono, darle el mío, preguntarle si tenía Facebook y hablarle de que los muchachos de la escuela de arte quería que el aula se reuniera un día del verano en cualquier playa de Matanzas. “Mario, yo no tengo vacaciones”.

Esa misma noche lo busqué en la mencionada red social, envié solicitud de amistad y espié un poco su perfil. Ahí estaban las imágenes de su trabajo en el cabaret, sus fotos engalanado antes de salir de la casa, compartiendo con amigos, aquella con un traje oscuro y extravagante sobre una carrosa, con fecha 17 de mayo, acompañada de unas palabras que decían algo así como “Orgulloso por participar. Gracias”.

Como el más torpe de los acosadores, le di “me encanta” a cuanto vi, quizás en el burdo intento de decirle: “¿Viste, hermano? Cambié”. Sin embargo, contrario a lo que tal vez siga pensando el profe de la secundaria, cada vez que recuerdo me torturo, sobre todo porque, aquella noche en que volví a verlo, no fui lo suficientemente hombre para soltarle en la cara: “Perdón, Alejandro. Me arrepiento”.

*El nombre del protagonista fue cambiado por respeto a su intimidad.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana

Se han publicado 3 comentarios


Livia
 25/5/20 17:11

Ahh qué precioso.

Jhanes
 18/5/20 9:51

He llorado. Fuiste tan víctima como ¨Alejandro¨; ayer mismo Mariela Castro en un documental hablaba de ello, del papel de los maestros, profesores y cómo su manejo pedagógico influye positiva o negativamente en la opinión grupal. Me duele que dos niños hayan sido víctimas de la homofobia, del no respeto a la diversidad. Me duele que alguien tan altruista como tú hoy cargues con culpabilidad. Has crecido, siéntete libre. Solo nos corresponde seguir siendo voceros de la equidad en todos los sentidos social, de género...

Lissette Ftes
 17/5/20 11:24

Ay que lindo está esto, me encantó.

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